ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
› Por Alfredo Zaiat
La inversión privada implica el desembolso de dinero para el comienzo o la ampliación de la producción de bienes y servicios, capital cuyo origen pueden ser fondos propios del empresario o deuda con otros privados, o aportados por el Estado mediante créditos a tasas preferenciales, diversos regímenes de promoción o subsidios. El sector público también invierte directamente en actividades productivas que controla y en áreas de provisión de servicios. Cuando una economía crece mucho y durante varios años seguidos, una clave importante para mantener ese ritmo es la intensidad y tipo de inversión, además de quiénes lideran el aporte de capitales. Este proceso adquiere mayor complejidad por la desregulación financiera global y la apertura de la cuenta capital, que ha impulsado un frenesí especulativo mundial que compite hasta desplazar la inversión productiva, en algunas ocasiones. Revertir esa tendencia no es tarea sencilla por varios factores, pese a que las condiciones locales sean propicias por el fuerte crecimiento del Producto y tasas de interés negativas que desalientan el negocio financiero. Esa dificultad en el caso del Estado es porque ha perdido capacidad de gestión, fue apartado de áreas estratégicas con las privatizaciones y tiene recursos limitados ante el desafío de reconstrucción y, si bien ha ganado legitimidad en los últimos años, el discurso hegemónico conservador lo sigue minando al cuestionar la inversión pública, ya sea por desembolsos en empresas estatales, como Aerolíneas Argentinas, o por subsidios al consumo y al sector privado. Por su parte, el empresariado, en general, y los grandes, en particular, tienen un comportamiento cultural de fuga de capitales excedentes, de concentración de mercados donde pueden apropiarse de ganancias extraordinarias y de desarrollar una política de ajustar por precios en lugar de invertir para ampliar la producción. Además, la profunda extranjerización de diversos sectores ha significado que decisiones de inversión, como de distribución de utilidades, se encuentren subordinadas a objetivos de las casas matrices, independientes de las necesidades locales.
Este cuadro de situación requiere de una todavía mayor intervención estatal en el rubro inversiones, tanto en la pública como en la exigencia a los privados. El kirchnerismo ha intentado variadas estrategias, con resultados no siempre favorables, para inducir la inversión privada. Inicialmente ha impulsado la expansión y ampliación de los mercados, con una demanda interna y externa en crecimiento, que, según los manuales del pensamiento económico convencional, debería haber alentado la vocación inversora. Varios sectores, además, han disfrutado de elevados precios internacionales de los principales productos de exportación, bajos costos laborales en términos históricos y aun internacionales, tasas de interés reales negativas y, fundamentalmente, robustos márgenes de ganancia. El actual ciclo político ha favorecido también a grupos económicos locales para que ocupen espacios de multinacionales en áreas de servicios públicos y en el rubro energético.
Con datos duros de la inversión privada en este período, esa política se ha revelado insuficiente para motivar a las grandes empresas. Si se compara el comportamiento de la tasa de inversión bruta entre la década del noventa y la posconvertibilidad se advierte un incremento en el conjunto de la economía y, llamativamente, un descenso en la de la cúpula empresaria integrada por las 500 de mayor tamaño, según la Encuesta Nacional a Grandes Empresas. En ese lote de compañías predominan las de capital extranjero, que han avanzado en el dominio de mercados incrementando la concentración económica del 19,6 al 30,4 por ciento en el período 1993-2009. Ese porcentaje es relevante porque el creciente peso de estos actores provoca que su conducta sea aun más determinante para la dinámica del conjunto de la economía y para la inversión.
El investigador Pablo Manzanelli, en el documento “Evolución y destino del excedente de la cúpula empresaria en la posconvertibilidad. La formación de capital”, calculó que la participación de la inversión bruta en el valor agregado de la cúpula descendió del 24,7 por ciento en el período 1993/2001 al 14,7 por ciento en la posconvertibilidad (2002/2009). En uno de esos años, en 2008, mientras que en las 500 firmas más grandes la tasa de inversión fue del 19,3 por ciento, en el conjunto de la economía nacional dicha tasa trepó hasta alcanzar el 25,1 por ciento, casi seis puntos porcentuales más elevada que la de las grandes corporaciones.
El resto, integrado por un amplio y heterogéneo universo de empresas pequeñas, medianas y grandes, es el que ha traccionado la ampliación de la capacidad productiva. Manzanelli concluye que “es irrefutable, por consiguiente, la afirmación de que no es la cúpula empresaria la que está impulsando el crecimiento relativo de la inversión en la Argentina de la posconvertibilidad. Aun cuando su aporte a la inversión sea relevante, no son estos actores –neurálgicos y decisivos en materia del crecimiento económico– los que estarían promoviendo la formación bruta de capital y, por ende, el desarrollo potencial (y de largo plazo) de la economía”.
Este comportamiento del núcleo del poder económico define restricciones a una estrategia de elevado crecimiento sostenido, lo que explica las tensiones con grupos económicos denominados “amigos” durante cientos de crónicas por parte de analistas, que ahora resulta que no eran tan “amigos” o, en realidad, de lo que se trataba era de una política pública, no de amistad, con empresarios nacionales, en la búsqueda de una imaginaria burguesía local, que en los hechos ha demostrado sus limitaciones, más afecta a las revistas de la farándula que a las inversiones productivas. Esas tensiones se reflejan en las disputas con Techint de la familia Rocca, que finalmente anunciaron inversiones en plantas radicadas en el país luego del resultado de las elecciones presidenciales; con YPF de la familia Eskenazi que, en vez de imprimir una vocación inversora en su desembarco en la petrolera, replicó la conducta española de perfil especulativo-financiero sobre los pozos petroleros; con TBA de la familia Cirigliano, que invierte poco y cuando lo hace es con dinero público de los subsidios a precios inflados a proveedores vinculados, o con Banco Macro de la familia Brito, tentado por liderar la última corrida contra el peso.
El desafío no es menor si se pretende una transformación cultural del empresariado para que, en un entorno económico favorable, incremente la inversión reproductiva, la reinversión de abultadas utilidades y disminuya la fuga de capitales. Las inversiones no dependen de elusivas expectativas respecto del “clima de negocios”, que es un abismo de percepciones subjetivas. Las experiencias de crecimiento e industrialización han sido procesos de desarrollo liderados por el Estado, y la inversión guarda una relación estrecha con la evolución de la demanda agregada, en particular con el consumo (público y privado) y con el saldo comercial (exportaciones menos importaciones). En otros términos, la inversión no es exógena a la evolución de la demanda de bienes finales y de la acumulación de capital. En esa línea, frustrada en parte la voluntarista estrategia oficial de incentivo por crecimiento económico, primero, y por recrear una burguesía nacional dinámica, después, ahora el intento es la exigencia de inversiones a la cúpula empresaria definiendo reglas formales e informales de manejo de divisas, utilidades y compras externas.
Es probable que muchas de esas compañías se adapten y acompañen esa política, como hacen en otros países, debido a que la economía argentina es fuente de riquezas abundante. Otras, en cambio, resistirán y buscarán otros destinos. Esto implica que, embarcado en esa política de interpelación al sector privado, el Gobierno, por decisión propia o ajena, debe estar preparado a que este proceso lo comprometa a intervenir directamente en eslabones claves de la economía.
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