Sáb 06.02.2016

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Inversión

› Por David Cufré

Ni Mauricio Macri, ni Alfonso Prat-Gay, ni Federico Sturzenegger explicitaron aún cuál es su modelo de desarrollo para el país. Una posibilidad es que no lo tengan. Lo que existe hasta el momento son interpretaciones de las medidas que van tomando y señales fáciles de decodificar como el retorno al FMI, a la cumbre de Davos o la alfombra roja en Casa Rosada para recibir a la Mesa de Enlace y a la Asociación Empresaria Argentina (AEA), con Héctor Magnetto y Paolo Rocca a la cabeza, mientras entidades como la Asamblea de Pequeños y Medianos Empresarios emiten comunicados advirtiendo que las pymes están en peligro. Pero no hubo por parte de las autoridades una presentación acabada del proyecto económico en marcha, cuáles serán los sectores y los actores sociales que actuarán como locomotora, y mucho menos cómo impactará esa estrategia en la distribución del ingreso y la justicia social. Ninguno de esos conceptos aparece en el discurso oficial. Para acercarse a su pensamiento, más allá de las consignas que despachan las usinas de marketing político, se pueden tomar algunas referencias del presidente, del ministro de Economía y del titular del Banco Central que ubican a la inversión como factor preponderante de la demanda agregada. El crecimiento económico debería llegar por esa vía. El entramado de decisiones que se van adoptando supuestamente tendería a generar un clima de negocios amigable para el sector privado, a fin de incentivarlo a volcar sus capitales en el país. El sector público, a su vez, acompañaría con obras estratégicas que apuntalen el proceso. Los rubros identificados como prioritarios serían el financiero, el agropecuario, con orientación exportadora, y el turismo, en tanto que el mercado interno y la producción industrial perderían la protección que tuvieron durante el kirchnerismo.

Una constante en las declaraciones de los funcionarios es asociar la posibilidad de que existan proyectos de inversión con el arribo de capitales extranjeros, cuando en realidad la Inversión Extranjera Directa (IED) representa menos de una décima parte del volumen total anual. Un 65 por ciento de la inversión es responsabilidad de empresas privadas radicadas en el país y cerca de un 30 por ciento es inversión pública. Una condición básica para cualquier proyecto de inversión privado es que exista una demanda consistente, ya sea del mercado interno o del exterior. No es lo que asoma para 2016. Las estadísticas de las últimas dos décadas reflejan con claridad el comportamiento procíclico de la inversión. Los períodos de auge coincidieron con los años de mayor crecimiento económico, en tanto que cada vez que el nivel de actividad cayó o se estancó la inversión lo hizo mucho más. Un artículo del periodista de este diario Tomás Lukin, publicado en la revista de la Fundación de Investigaciones para el Desarrollo (FIDE), explica que este desempeño no es exclusivo de la Argentina, sino que es una trayectoria común a toda América latina. “Entre 1990 y 2014, en las fases negativas del ciclo económico, la contracción de la inversión fue significativamente superior a la del PIB, en términos de duración e intensidad, para toda la región. De acuerdo a datos elaborados por la Cepal, la contracción dura en promedio un 30 por ciento más que la del PIB mientras que su amplitud es cuatro veces superior a la que experimenta el producto”, detalla el informe.

En Argentina esto se vio en 1995, cuando el PIB retrocedió 4,4 por ciento y la inversión lo hizo el 12; en 1999, con 3 y 9 puntos; en 2001, con un derrumbe del PIB del 4,5 por ciento y de la inversión del 29,4; en 2002, cuando el PIB tuvo uno de sus mayores declives históricos, del 10,9, y la inversión derrapó cerca del 40 por ciento, y también durante los años de estancamiento o recesivos del kirchernismo, en 2009 y 2014. En este último caso, la relación inversión-PIB arrancó en 16,6 por ciento del producto en 2004, trepó al 18,1 en 2005, al 19,7 en 2006, al 20,7 en 2007 y al 21,7 en 2008. A partir de entonces, por efecto de la crisis internacional, bajó a 18,5 en 2009, para volver a subir al 20,6 en 2010 y al máximo histórico de 22,7 en 2011. Luego se mantuvo en 21,0 por ciento en 2012 y 2013 y retrocedió al 19,7 en 2014. En el primer semestre de 2015, la tendencia era otra vez de recuperación, hasta llegar al 19,9 por ciento.

Distintas proyecciones sobre el nivel de actividad este año indican que habrá una contracción del PIB de entre 0,5 y 2,0 por ciento. El FMI la sitúa hasta el momento en -0,7 por ciento, mientras que la consultora de Gastón Rossi y Martín Lousteau la estimó en -1,4, la de Miguel Bein en -1,8, y la de Orlando Ferreres y el banco de inversión JP Morgan en -0,5. En función de la experiencia nacional y regional, no cabría esperar entonces que la inversión sea el salvavidas que saque la economía a flote en 2016, sino más bien lo contrario. La devaluación, la disparada inflacionaria, el tarifazo, los despidos y el cepo a las paritarias conspiran contra los niveles de consumo interno. El escenario internacional, a su vez, se presenta tan o más preocupante. Imaginar un despegue de la inversión en este contexto parece un ejercicio de voluntarismo.

Entre 2003 y 2013, las actividades extractivas (básicamente hidrocarburos y minería) concentraron el 29,3 por ciento de los proyectos de inversión en el país. El primero de esos rubros atraviesa una grave crisis internacional por la caída del precio del petróleo, por lo cual no asoma como un sector que vaya a jugar a favor este año, en tanto que varios emprendimientos mineros sufrieron un parate los últimos años por la misma razón de una tendencia a la baja de los precios internacionales. La industria manufacturera, en tanto, fue responsable del 24,7 por ciento de la inversión en el mismo período. El enfriamiento de la demanda interna y la debacle de Brasil, principal mercado para las exportaciones fabriles, también conspiran contra un incremento de la inversión. Los rubros comercio y servicios se quedaron con el 10,6 por ciento de la inversión entre 2003 y 2013, y a ellos les cabe en general la misma perspectiva que para la industria por el comportamiento del consumo interno. Las actividades primarias representaron el 1,1 por ciento de la inversión en el período, y los servicios financieros, el 0,6. Es decir, su eventual crecimiento estaría muy lejos de poder compensar el retroceso de las demás ramas.

En cuanto a la infraestructura, se quedó entre 2003 y 2013 con el 33,8 por ciento del total de la inversión, lo cual es responsabilidad casi exclusiva del Estado. Es un dato relevante que dificulta las posibilidades del gobierno de Cambiemos de utilizar esta herramienta como un dinamizador de la economía. No porque no sea efectiva, si no porque la inversión pública llegó durante el kirchnerismo a niveles elevados, en sus máximos históricos, e ir por encima de ese techo requiere tiempo y esfuerzo. Los especialistas en inversión pública sostienen que los proyectos encarados por el Estado tienen una inercia pesada, difícil de alterar, dado que es lento el proceso para conseguir financiamiento, poner en marcha las licitaciones, adjudicar las obras y finalmente empezarlas a ejecutar. Además, el macrismo amenaza con frenar iniciativas del gobierno anterior como las represas en Santa Cruz, que son el principal proyecto en carpeta. Néstor Kirchner arrancó con un nivel de inversión pública en torno al 1 por ciento del PIB y Cristina Fernández de Kirchner terminó su mandato cerca del 5 por ciento. Para el nuevo gobierno será un desafío pesado superar ese nivel, al menos este año.

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