ECONOMíA › OPINION
› Por Mempo Giardinelli
Mientras el secretario de Transporte, Ricardo Jaime, hace declaraciones sobre los cuestionadísimos subsidios que el Gobierno destina al transporte y, de paso, promueve la reinstalación de tranvías en Puerto Madero y algunas ciudades del interior, el transporte aerocomercial argentino sigue en caída libre. Sobre lo cual esa secretaría no dice palabra.
Y es que hoy la Argentina está viviendo una gravísima emergencia aeronáutica, tanto por la falta de infraestructura adecuada (la falta de radares y el problema de los controladores, materias en las que se supone que está trabajando el Ministerio de Defensa) como por el descontrol aerocomercial. En ambos aspectos somos hoy un país desastroso, con millones de pasajeros cautivos de una inacción gubernamental que nos hace perder dinero y energías a diario al recibir servicios caros y pésimos.
El estado caótico en que se encuentra la aeronavegación en nuestro país está a la vista: casi todos los vuelos están hoy en plena ocupación, pero la mayoría con equipos anticuados que no volarían en otros países. Por eso se producen tantas fallas, que a su vez generan demoras, reprogramaciones y cancelaciones constantes, que afectan a miles de pasajeros. A ello hay que sumar la limitadísima atención a la mayoría de los destinos (muchas capitales de provincia reciben apenas un vuelo diario, e incluso menos), así como los permanentes conflictos sindicales, que dirigen el enojo de los usuarios hacia pilotos, personal de tierra y controladores y no hacia las autoridades responsables, verdaderas culpables del caos aeronáutico.
Son esas autoridades de control (que no controlan nada) las que permiten los abusos. Y no sólo de la cuasi monopólica y siempre acusada Aerolíneas Argentinas-Austral, sino también de LAN, por caso, que sólo opera los destinos turísticos más rentables y a la que no se le exige que cubra ningún otro destino del país, como debiera hacerse.
Es la Secretaría de Transporte la que autoriza y desautoriza empresas semifantasmas, casi siempre oportunistas (y por lo tanto de dudosa seguridad) que, como en su momento Lapa, Southern Winds, Air Argentina, Dinar, Lafsa, Aero Entre Ríos y tantas más, nacen y mueren por la falta de una política aerocomercial prudente, sensata, eficiente y basada en el supremo interés de los pasajeros, como sucede en casi todo el mundo.
Los usuarios argentinos, sobre todo los del interior, padecen un sistema aerocomercial que –como los ferrocarriles del siglo XIX– para viajar de Mendoza a Salta, o de Posadas a Jujuy, obligan a pasar por Buenos Aires.
Las aerolíneas modernas, en los Estados Unidos y Europa, hace ya muchos años que empezaron a aliarse con pequeñas empresas locales, que hacen vuelos transversales en aviones pequeños, ágiles, baratos y capaces de utilizar aeropuertos alternativos.
Estimular lo mismo aquí permitiría que quienes vuelan de Río Gallegos o de Jujuy a Buenos Aires, por ejemplo, puedan tener conexiones a Paraná, Rosario o Santa Rosa en equipos chicos. Esto disminuiría costos de mantenimiento y también de operación, con fáciles conexiones, porque la Argentina está llena de pequeños aeropuertos, muchos de ellos inútiles: en el Chaco está el de Sáenz Peña, en el Norte santafesino el de Reconquista, y así cada provincia tiene aeródromos en desuso, de bajo costo operativo y en mercados de enorme potencial, hoy cautivos de transportes terrestres probadamente caros, malos e inseguros.
En este país ya casi no hay trenes interprovinciales de pasajeros, mientras las rutas son antiguas y los micros caros, contaminantes y cada vez menos confiables. Es precisamente por eso que se impone una política aerocomercial sensata, que aliente la complementación de las grandes aerolíneas con un sistema de aliadas regionales pequeñas, ágiles, baratas y seguras.
Hoy viajar de Corrientes a Salta –por caso– cuesta 120 pesos para un viaje de 12 horas en colectivos de 40 pasajeros. Y una conexión aérea vía Aeroparque cuesta alrededor de 700 pesos. Es obvio que cualquiera pagaría 150 o 200 con tal de volar en un par de horas, mucho más seguro, en aviones de 20 o 30 plazas.
Claro que para eso hace falta un empresariado con visión, desde luego, pero también es urgente limitar el poder de los lobbies con intereses en concesiones viales, combustiles, fabricación/importación de autobuses y grandes aeropuertos. Esa debiera ser la función primordial de la Secretaría de Transporte. Pero ya hemos visto en estos años la ineficiencia de que son capaces. Tanta que resulta inevitable sospechar que sus padrinazgos políticos han de ser del más alto nivel.
Pues entonces el más alto nivel debiera intervenir para terminar con tanto abuso.
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