Sáb 18.08.2007

ECONOMíA  › PANORAMA ECONOMICO

Manías, pánicos y cracs

› Por Alfredo Zaiat

Cuando se precipita una crisis financiera global de proporciones la pregunta para empezar a entenderla no es ¿cuál ha sido la causa?, sino ¿por qué sorprende la violenta debacle? Un ejercicio de lógica puede ayudar en esa tarea: la bomba es lanzada por A hacia la cara de B, B la ataja y se la tira a C, luego C a D, y así hasta que Y la hace estallar, finalmente, en el rostro de Z. ¿Quién es el culpable de la explosión? ¿A o Y? A es la causa remota; Y, la causa próxima. En jornadas de caída de cotizaciones, quiebras financieras y desorientación bursátil todos intentan encontrar el origen de semejante derrumbe de un mundo que no deja de prometer ser partícipe de la cadena de la felicidad. Como en tantas otras grandes crisis de la historia, la especulación y la expansión desenfrenada del crédito son la raíz (la causa remota) de los impresionantes desbarajustes de las finanzas globales, como bien lo explica Charles P. Kindleberger en un libro de referencia para estos días, Manías, pánicos y cracs. Lo que puede precipitar el desmoronamiento de los precios de los activos puede ser cualquier hecho trivial –la causa próxima: el indicador de venta de casas nuevas en Estados Unidos, por ejemplo–, pero las manías especulativas y los posteriores pánicos se asocian con la irracionalidad general que domina en el mercado financiero.

Kindleberger explica en su libro que el exceso especulativo, que en forma concisa define como manía, y el desenlace de ese exceso, resumido en crisis o crac, “demuestra ser, si no inevitable, al menos históricamente común”. La burbuja anterior fue la de las empresas de Internet, que estalló en el 2000. La denominada “nueva economía”, integrada por las empresas de telecomunicaciones, informática, biotecnología y de Internet, había ingresado en ese torbellino especulativo como en su momento sucedió con la aparición del ferrocarril en el siglo XIX. Ese medio de transporte provocó una revolución en la organización económica y social, lo que llevó a muchos a soñar con ser millonarios apostando a esa “nueva era” que prometía la expansión del comercio a niveles impensados para la época. El tren produjo, efectivamente, una profunda transformación, pero no sin antes precipitar una fiebre especulativa: en 1847, en Gran Bretaña con bonos de compañías ferroviarias, y en 1856, en Estados Unidos con terrenos públicos linderos a supuestas trazas ferroviarias, que derivaron en profundas crisis financieras. Las puntocom al inicio del nuevo siglo o los ferrocarriles en el siglo XIX, antes los tulipanes en Holanda, y más cerca los bonos de deuda de países periféricos, fueron todas burbujas financieras como la que acaba de explotar en Estados Unidos, que tiene como cebador los créditos hipotecarios.

Para emerger con los menores costos posibles en la economía real por el derrumbe del mercado de acciones tecnológicas, desde 2001 la Reserva Federal (banca central estadounidense) fue reduciendo la tasa de interés de referencia para escapar del fantasma de una recesión. Desde entonces hasta mediados del 2004 fue realizando sucesivos ajustes a la baja para terminar ubicándola en un piso mínimo, de apenas el 1 por ciento anual. Ese costo insignificante del dinero alimentó uno de los pecados capitales, la codicia. Los bancos se lanzaron a ofrecer préstamos a tasas muy bajas para financiar la compra de inmuebles. La propuesta de comprar casas con créditos baratos entusiasmó a una sociedad que se caracteriza por el consumo acelerado, lo que empujó el precio de los inmuebles a las nubes. El frenesí de préstamos a tasas bajas, construcción alocada de nuevas unidades y precios de las propiedades en alza constante fue inflando la burbuja inmobiliaria. La oportunidad de participar de un negocio próspero y que prometía ganancias crecientes convocó a entidades financieras específicas, que sólo se dedicaron a esa actividad otorgando créditos hipotecarios con menos requisitos y, por lo tanto, más riesgosos. Como en esa rueda de la fortuna se requería cada vez más capital seguir en movimiento, los bancos “securitizaron” (dar en garantía) esas hipotecas para conseguir más fondos destinados a entregar más créditos. Como esa securitización se instrumentó con la emisión de bonos, que tenían como activo subyacente esa cartera de créditos hipotecarios, el festín se trasladó al mercado financiero global, puesto que bancos internacionales (europeos, por caso) adquirieron esos papeles para incorporarlos a su menú de opciones de inversión para sus clientes.

Esa cadena de la felicidad comenzó a resquebrajarse cuando la morosidad de esos créditos se disparó por el alza de la tasa de interés. Como en su momento la Fed disminuyó la tasa para esquivar una recesión, en los últimos tres años inició el proceso opuesto para enfrentar lo que consideraban presiones inflacionarias. Desde ese uno por ciento anual se sucedió una serie de ajustes hasta colocarla en el 5,25 por ciento. Al subir el costo de los créditos, la demanda de inmuebles empezó a aflojar, los precios a desinflarse y, por lo tanto, la morosidad de los préstamos hipotecarios aumentó. El incumplimiento creciente fue provocado por el encarecimiento de las cuotas y, fundamentalmente, porque el valor de la vivienda pasó a ser menor que el monto del crédito a pagar. La morosidad en alza derivó en quiebras de las entidades dedicadas a esa actividad (Countrywide, líder en el mercado estadounidense), como también la contabilización de quebrantos multimillonarios de los bancos de inversión que integraron a su cartera de bonos los vinculados al negocio de los créditos hipotecarios en Estados Unidos (el francés BNP Paribas dispuso el “corralito” en tres de sus fondos de inversión).

Si la burbuja ya estalló, o si todavía no se vio lo peor es una cuestión que queda reservada para pronósticos de astrólogos, de los cuales en la city habitan varios. Cuando los eslabones de la cadena de la felicidad van regalando prosperidad, sus protagonistas detestan la denominación de burbuja a su estado de plenitud financiera. Prefieren explicarlo como parte del funcionamiento de las fuerzas del mercado y de la contribución al desarrollo que implican esas inversiones. Y no se equivocan. Son las fuerzas del mercado que, a partir de determinadas señales como una tasa de interés baja y la consiguiente liquidez abundante, alimentan las burbujas. También es cierto que en los períodos de auge esas inversiones generan un desarrollo en algunas áreas de la economía. Lo que sucede es que son procesos que generan mucha inestabilidad y movimientos serruchos de la actividad con brutales transferencias de ingresos debido a las crisis recurrentes. En el libro El imperio de las finanzas. Sobre las economías, las empresas y los ciudadanos, su autor, el economista y periodista Julio Sevares, señala que “la globalización financiera, lejos de contribuir a la financiación del desarrollo, conspira contra la estabilidad necesaria para ese proceso. Esto explica, entre otros factores, que las tasas de crecimiento de la economía mundial anterior a la ola liberalizadora iniciada en los años ’70 haya sido mayor que el crecimiento promedio de las últimas tres décadas”. Sevares rescata de la investigación Hazards and precautions: tales of international finance, de Gary Clyde Hufbauer y Erica Wada, del Institute for International Economics, un relevamiento estadístico impactante: entre 1970 y 1998 se produjeron 64 crisis bancarias y 79 crisis cambiarias en el mundo.

Para enfrentar la actual, las bancas centrales de las potencias mundiales realizaron un operativo conjunto de rescate, liberando multimillonarios recursos al sistema para evitar quiebras en cadena. Y la Reserva Federal dispuso una reducción de medio punto de la tasa de interés. A propósito, ¿los profetas de la city no se horrorizan por esa intervención pública en el mercado? John Eatwell y Lance Taylor explican en Finanzas globales en riesgo. Un análisis a favor de la regulación internacional, que los financistas “aceptan el riesgo de mercado, pero no cargan a sus actividades los costos que sus posibles pérdidas –acaecidas en circunstancias adversas– imponen a la economía en su conjunto”. Es lo que se denomina moral hazard (riesgo moral). Ejercen con impunidad ese doble estándar, en los períodos de auge reclaman la desregulación, etapa donde las autoridades pierden el control y se infla una burbuja; en la debacle, esa misma autoridad debe salir al rescate para minimizar los costos al resto de la sociedad por la irresponsabilidad del mundo de las finanzas. Eatwell y Taylor precisan, al respecto, que “sin estructuras reguladoras, las autoridades democráticas pierden todo el control del sector financiero de la economía”. Por ese motivo, recomiendan “considerar conjuntamente la regulación, la administración prudente del riesgo y las políticas macroeconómicas consistentes”.

Esta crisis resulta una enseñanza extraordinaria para Argentina. Si todavía había algún sector de la sociedad que extrañaba la convertibilidad, se le recomienda hacer un ejercicio de memoria sobre los desastres que provocaban en la economía local los shocks financieros externos (México, Rusia, tigres asiáticos, Brasil, Turquía). Hoy, se derrumban los mercados bursátiles, incluyendo el doméstico, y no se gatilla una corrida cambiaria ni la economía se paraliza. Habrá costos, poco relevantes, en el frente del financiamiento de los vencimientos de deuda, pero no habrá un caos ni una economía derrumbándose. No es poca cosa después de los traumáticos años pasados. Está bueno permanecer, en esta ocasión, en la orilla de la playa observando el incendio del casino recordando que hasta hace poco se estaba en el medio de las llamas.

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