Miércoles, 29 de julio de 2009 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Raúl Dellatorre
Para hablar de salarios mínimos, partamos de un acuerdo básico: es una política necesaria. Como institución normativa, su primera expresión se remonta a 1928, al Convenio 26 de la OIT. Desde entonces, se lo reconoce como un mecanismo de protección efectiva para los trabajadores que no tuvieran un sistema eficaz de determinación de sus remuneraciones (convenios colectivos u otros). Aunque no siempre se cumplió esta regla básica. La experiencia internacional, en sistemas democráticos, reconoce dos ejemplos extremos, ambos de la mano del más extremo neoliberalismo: la eliminación de los Consejos de Salarios por Margaret Thatcher en el Reino Unido de los ’80 y el congelamiento del salario mínimo durante la década menemista en la Argentina de los ’90. Ambos casos son ejemplos de política de desprotección deliberada hacia los más débiles, no por perversión (tal vez, un poquito sí), sino por funcionalidad con el modelo, buscando una flexibilidad extrema en el mercado de trabajo.
Recién a partir de 2004 el salario mínimo recuperó en la Argentina el rol de proteger a los menos favorecidos en la relación de fuerzas con sus empleadores. No casualmente, el debilitamiento del salario mínimo había coincidido en los años previos con el aumento de la desigualdad. La reinstalación de una comisión tripartita para definir el piso salarial desde aquel año buscó garantizar que los beneficios del crecimiento también alcanzaran a los trabajadores no convencionados. Así, al objetivo original del instrumento se sumó el de cumplir un papel ordenador del ingreso: evitar que, en la fase de crecimiento, volviera a ampliarse la desigualdad. Por su evolución desde 2004 hasta acá, habrá que reconocer que ha cumplido más que dignamente el papel encomendado. Incluso este año, cuando el ritmo de crecimiento indiscutiblemente flaquea.
Cuando en situaciones como la de Argentina de 2003, el costo de cubrir las necesidades básicas del trabajador y el salario mínimo se encuentran a distancias siderales, el objetivo de igualarlos necesariamente debe plantearse a mediano plazo. A su vez, esa estrategia de elevación del mínimo no debe desconocer que el salario de ingreso debe seguir siendo lo suficientemente “accesible” a las pequeñas empresas como para posibilitar la inserción de jóvenes y personal no calificado al mercado laboral.
No suele ser sencillo compatibilizar ambas cualidades del piso salarial. En el caso argentino, de 2004 hacia acá, resultó clave que se haya dado un proceso de negociaciones paritarias hiperactivo, que arrastró para arriba los niveles salariales dando “margen” al corrimiento ascendente del salario mínimo. A la par, se asistió a un crecimiento del consumo interno que elevó las ganancias incluso de los escalones más bajos del empresariado. La suba de ingresos alcanzó, de ese modo, a todo el universo laboral. Incluso a los no registrados, que siguieron siendo muchos (más del 40 por ciento de la fuerza de trabajo activa).
Según un trabajo del especialista Andrés Marinakis sobre las experiencias en el Cono Sur, el salario mínimo logró en Chile uno de los crecimientos más exitosos entre 1990 y 2004, con una mejora real del 93 por ciento. En los últimos seis años, el crecimiento real del salario mínimo en la Argentina habría superado el 100 por ciento, incluso partiendo de las estimaciones privadas de precios, más empeñadas en descalificar las estadísticas oficiales.
Habrá quienes opinen que la suba del salario mínimo es insuficiente para una política redistributiva del ingreso. Y es cierto. El papel del piso salarial es más limitado que eso, pero va en el mismo sentido. Y hay que repetirlo: es una política necesaria. Y no olvidarlo justo ahora, que los que desean volver a los escenarios del pasado están al acecho.
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