EL MUNDO › OPINION
› Por Oscar Oszlak *
La burocracia estatal suele ser la viuda administrativa de los gobiernos que se suceden en el poder. Ninguno tiene el tiempo o la capacidad necesaria para armar una nueva burocracia que consiga materializar su particular proyecto político. Los gobiernos heredan burocracias preexistentes, con sus varias capas geológicas generadas por su propia dinámica interna y por la acción de antiguos gobiernos y regímenes políticos. A su vez, cuando los gobiernos terminan sus mandatos y la ciudadanía comprueba, frustrada, sus magros logros frente a las seductoras promesas electorales con que llegaron al poder, las burocracias que sirvieron a esos gobiernos vuelven a enviudar y a demostrar, por si fuera necesario, su perenne condición de cementerio de proyectos políticos.
La burocracia del gobierno federal estadounidense enviudó una vez más luego del gobierno de George W. Bush, tras sufrir las consecuencias de haber dado soporte a políticas gubernamentales que sumieron a los Estados Unidos, y al mundo hegemonizado por este país, en una de las peores crisis de la historia contemporánea. El aparato institucional que recibió el presidente Obama es, tal vez, un testimonio dramático de la decadencia que puede sufrir una burocracia estatal cuando se ve sometida a un manejo irresponsable, a una intrusión desmedida de los intereses económicos privados en la gestión de la cosa pública, a una búsqueda irrefrenable de poder que ratificó no sólo la vocación imperial de su gobierno, sino también su intención de limitar las libertades públicas de los ciudadanos y de subordinar a su voluntad al Congreso y a los estados subnacionales.
En estas circunstancias, el triunfo de Barack Obama generó en Estados Unidos y en el mundo la inédita expectativa de que un hombre excepcional, como es sin duda el nuevo presidente, torcería el curso de la acción del gobierno en una dirección diametralmente opuesta a la del pasado. Y lo haría no solamente en la orientación de sus políticas domésticas, sino también en aquellas que se vinculan con el cambio del papel que su país desempeña en un mundo globalizado e interdependiente.
Obama inició su gobierno sin contar con el beneficio de la “luna de miel” de los primeros cien días de gobierno. No puede darse ese lujo, por más que en las encuestas los norteamericanos le concedan amplios plazos para resolver los múltiples problemas que contiene la agenda estatal. Por eso, su primera semana constituyó todo un record de gestión hiperkinética. Las numerosas decisiones que tomó son indicativas tanto del dinamismo que intentará imprimir a su gobierno, como de la profundidad del cambio de rumbo. En sus primeros siete días en la Casa Blanca, su imagen más difundida fue su mano izquierda firmando decretos y órdenes ejecutivas en el Salón Oval. En ese lapso, prohibió el uso de las tácticas seguidas por la CIA en sus interrogatorios, ordenó la clausura del campo de prisioneros en Guantánamo y comenzó a planificar el retorno de las tropas estacionadas en Irak, entre otras medidas. Las próximas semanas prometen ser igualmente pródigas en decisiones.
Sin embargo, no le resultará fácil implementar estos y otros cambios que aguardan ser puestos en marcha. Como señalara Moisés Naim en una difundida columna, la “bushificación” de Obama ya comenzó y poderosos enemigos considerarán que es “más de lo mismo”. Las decisiones adoptadas deberán recorrer, en muchos casos, los pasillos del Congreso donde ciertas mayorías no se consiguen fácilmente y en todos los casos, los circuitos y vericuetos de la burocracia, hasta que su voluntad sea finalmente ejecutada. No le resultará fácil remontar los ocho años de desgaste que produjo en el aparato gubernamental la gestión republicana. Ni le será sencillo superar la oposición de los múltiples grupos instalados en puntos estratégicos del aparato estatal, cuyos intereses se verán amenazados por muchas de las políticas del nuevo gobierno.
Obama y sus voceros no se cansan de advertir a la ciudadanía que los cambios no serán rápidos ni fáciles. El pago a cuenta de sus promesas electorales, que reflejan sus veloces decisiones, difícilmente podrá mantener este ritmo cuando deba pagar las cuotas que restan. La burocracia del gobierno federal arrastra inmensos problemas de no sencilla resolución. El empleo público no atrae a los mejores recursos humanos y existen enormes dificultades para reponer los cuadros de la generación del baby boom de posguerra, que se están retirando masivamente. Los gremios estatales han venido resistiendo exitosamente las políticas de flexibilización del empleo intentadas por el gobierno de Bush. Los déficit de capacidad institucional que reveló la actuación de agencias federales frente a la gestión militar, educativa, de salud, de empleo y del medio ambiente (como en el caso del huracán Katrina) dejan poco margen para imaginar que este aparato podrá acompañar el ritmo de la gestión presidencial. Con seguridad, el nuevo presidente deberá constituir a la transformación estatal en pieza clave para asegurar la ejecución de su acción de gobierno. Vocación y carisma no le faltan pero de los escollos que deberán sortearse, la burocracia del gobierno federal será sin duda un componente esencial de la potencial kriptonita que paralice la histórica misión de Súper Obama.
* Politólogo, investigador superior del Conicet y titular del Cedes. Director de la Maestría en Administración Pública de la UBA.
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