Dom 27.01.2002

EL MUNDO  › COMO BUSH REMONTO SUS DUDOSOS ORIGENES EN UN AÑO DE PRESIDENCIA

La increíble metamorfosis de George W.

El Estado de la Unión, sobre el que George W. Bush hablará al Congreso este martes 28, dista de ser brillante en lo económico, pero el estado del mandato es brillante para quien empezó como el “presidente accidental”.

Por Enric González
Desde Washington

Ha sido un primer año vertiginoso. El hombre que el 20 de enero de 2001 juró defender la Constitución desde la Casa Blanca era un “presidente accidental”, con menos votos que su oponente, con una ignorancia enciclopédica sobre los problemas internacionales y con el propósito expreso de concentrarse en “pequeños actos de compasión”. Un año después, George Walker Bush es un presidente abrumadoramente popular en su país, volcado en una guerra con ramificaciones planetarias.
Todo cambió el pasado 11 de septiembre. ¿Durará el gran Bush? Probablemente, no. Lo realmente difícil empieza ahora, cuando los estadounidenses han dejado de vivir pendientes de Osama bin Laden y prefieren pensar en el fraudulento colapso de Enron, el aumento del desempleo y la recesión. William Jefferson Clinton fue llamado “el increíble presidente menguante” cuando se cumplió su primer año de mandato, y no se esperaba gran cosa de él después de una impopular subida de impuestos, una desastrosa incursión en Somalia y un estéril enfrentamiento con el Pentágono por la cuestión de los derechos de los homosexuales en el Ejército.
Pero fue reelegido en 1996 de forma arrolladora. Las percepciones iniciales suelen ser engañosas, y George W. Bush tiene un ejemplo de ello en la familia. Su padre, al que se llama simplemente el 41 en la Casa Blanca, para distinguirlo del actual inquilino, el presidente número 43, cruzó majestuosamente el ecuador de su mandato: libraba una guerra victoriosa (como el hijo), disfrutaba de un masivo respaldo popular (como el hijo) y, también como el hijo, confiaba en resolver sin problemas el debate doméstico sobre los impuestos. “Lean mis labios: ningún nuevo impuesto”, había prometido el 41. “Para subir los impuestos habrá que pasar sobre mi cadáver”, afirma ahora el 43.
Lo que ocurrió con Bush padre es bien conocido: el Congreso lo obligó a subir los impuestos y su presidencia se hundió en el último tramo. Lo que puede pasar con Bush hijo es por el momento una incógnita. “En situaciones de crisis o emergencia nacional, como la causada por el 11 de septiembre, los estadounidenses dejan en suspenso sus dudas sobre el presidente y le atribuyen todo tipo de virtudes heroicas; pero ése es un fenómeno transitorio”, advierte el profesor Colin Campbell, que imparte clases sobre liderazgo comparativo (es decir, mide a unos presidentes con otros) en la Universidad de Georgetown.
“Creo que la actuación inicial de Bush fue muy dudosa y que sus aciertos, después de los atentados, deben ser atribuidos más bien a algunas personas muy competentes de su Administración”, agrega. Resulta difícil olvidar que George W. Bush accedió a la Casa Blanca llamando “grecios” a los griegos, ignorando quién era el presidente de Pakistán (el general Pervez Musharraf, su gran aliado de hoy) y convencido de que México sería el principal socio externo de su Administración. Pero eso ha acabado beneficiándole. “Las expectativas que despertaba eran tan excepcionalmente bajas, que a poco que hiciera tenía que sorprender agradablemente. Eso, y el hecho de que el país se haya envuelto en la bandera como respuesta a los atentados, ha jugado a su favor”, opina Forrest Maltzman, profesor de Estrategia Gubernamental en la Universidad George Washington.
Lo que pocos discuten es que la gestión de la respuesta al terrorismo ha sido, hasta ahora, razonable y eficaz. Incluso los excesos del fiscal general, el ultraderechista John Ashcroft, al recortar algunos derechos civiles, han sido útiles pese a las críticas: han proyectado la imagen de una Administración totalmente volcada en su misión policial y han permitido a Bush desempeñar el papel de policía bueno en comparación con Ashcroft, el policía malo.
Por otra parte, la terminología que Bush se ha acostumbrado a usar (“los malvados”, “vivo o muerto”) puede chirriar a oídos europeos, pero suenabien al pueblo estadounidense, más inclinado que otros al maniqueísmo, la simplificación y las situaciones “puras” y “viriles” sobre las que se escribió la historia de la conquista del Oeste. Sólo Ronald Reagan (el presidente al que Bush procura imitar, incluso en las botas vaqueras y las siestas exhaustivas), que hablaba también del “imperio del Mal” para referirse a la Unión Soviética, fue tan hábil a la hora de recurrir a los arquetipos norteamericanos.
Desde que Bush se presentó en las ruinas del World Trade Center neoyorquino, el pasado 14 de septiembre, y arengó megáfono en mano a los equipos de rescate, todo son elogios hacia el liderazgo presidencial. Eso, sin embargo, es consecuencia directa de los atentados y la guerra.
Porque antes era todo muy distinto. Repasando la agenda de la Casa Blanca se descubre que en los días previos a la fatídica fecha de septiembre el vicepresidente Dick Cheney preparaba una ofensiva para retomar la iniciativa política, extraviada durante las largas vacaciones veraniegas del presidente, basándose en algo llamado “comunidades de carácter”. El plan consistía en utilizar los recursos del gobierno más poderoso del planeta para ayudar a los ancianos a utilizar el correo electrónico, con el fin de que mantuvieran contacto permanente con sus familias. Era el tipo de “prioridad” que distingue a las administraciones en pleno naufragio. El efecto magnificador de la crisis terrorista se aprecia aún mejor examinando a quienes no se han beneficiado de él. La educación era el plato estelar en el menú propuesto por el Bush prebélico, pero muy pocos estadounidenses (menos de cinco entre 100, según los sondeos) se han enterado aún de quién es Tommy Thompson, el responsable de la materia en el Gobierno, pese a que acaba de aprobarse una reforma educativa.
En situación similar, o más clandestina si cabe, se encuentran Ann Veneman (Agricultura), Donald Evans (Comercio) y Elaine Chao (Trabajo). El secretario del Tesoro, Paul O’Neill, carece de crédito en Wall Street, justamente el lugar donde debería tenerlo. Y a Norman Mineta, el secretario de Transportes, sólo se lo conoce por el endurecimiento de las medidas de seguridad aérea y las colas en los aeropuertos. El sector doméstico del gabinete lleva una existencia anónima, en el mejor de los casos, y no se intuye que puedan cambiar las cosas. Tratándose de una Administración que prometía volcarse en los asuntos internos, no puede decirse que se haya cubierto de gloria.
¿Y la guerra? El Pentágono ha acabado con el régimen de los talibanes; las bases de Al Qaida han sido destruidas y las afganas no necesitan cubrirse el rostro (aunque muchas sigan haciéndolo), pero Osama Bin Laden y el mulá Mohamed Omar parecen haberse evaporado. Al margen de algo tan imprevisible como la posibilidad de nuevos atentados, la Casa Blanca se inclina por proseguir la campaña antiterrorista en zonas relativamente blandas, como Somalia o Yemen, o por colaborar con gobiernos como los de Filipinas o Indonesia en su lucha contra los extremistas islámicos.
(De El País de Madrid, especial para Página/12).

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