EL MUNDO › OPINIóN
› Por Robert Fisk *
“Les tiran a los rusos”, me dijo un joven paracaidista. Hacía frío. Nos acabábamos de topar con su unidad, la División Soviética 105 aerotransportada, cerca de Charikar, al norte de Kabul, y me mostraba su mano vendada. La sangre aún le chorreaba y manchaba la manga de su uniforme. Era un adolescente de cabello rubio y ojos azules. Junto a nosotros estaba un camión de carga soviético cuya parte posterior había sido volada en pedazos por una mina, sí, ésas que se llaman artefactos explosivos improvisados. No era así como nosotros las conocíamos, pero aún así el vehículo quedó con las llantas hacia arriba en una zanja. Con dolor evidente, el joven levantó la mano hacia las cimas de las montañas que eran patrulladas por un helicóptero soviético. ¿Podía haberme imaginado entonces que los señores Bush y Blair nos iban a llevar al mismo sepulcro de ejércitos, casi tres décadas más tarde? ¿O que un joven presidente estadounidense haría exactamente lo que los rusos intentaron tantos años antes?
En el transcurso de las semanas veríamos a Kabul siendo tomada por el ejército soviético y las más grandes áreas de Afganistán abandonar las vastas áreas montañosas y desérticas para dejárselas a los terroristas, al tiempo que insistían en que podían erigir un gobierno laico sin corrupción en la capital y dar seguridad a sus habitantes. En la primavera de 1980 presencié el incremento militar enviado por los soviéticos. ¿Suena familiar? Los rusos anunciaron que darían entrenamiento al ejército afgano. ¿Les suena conocida? Sólo 60 por ciento de las fuerzas afganas acataban órdenes en ese momento. Sí, suena conocido.
Victor Sebestyen, quien investigó exhaustivamente para un libro sobre la caída del imperio soviético, escribió ampliamente sobre esos días congelados en que los rusos atacaron Afganistán justo después de la Navidad de 1979. Cita al general Sergei Akhromeyev, comandante de las fuerzas armadas soviéticas, quien reportaba al Politburó soviético en 1986: “No existe porción de la tierra de Afganistán que no esté siendo ocupada, en un momento u otro, por nuestros soldados. Sin embargo, mucho del territorio está en manos de terroristas. Controlamos los centros provinciales, pero no logramos conservar el poder político sobre el terreno que logramos conquistar”.
Como señala Sebestyen, el general Akhromeyev aseguró que si no le enviaban tropas adicionales, la guerra en Afganistán continuaría por un muy, muy largo tiempo. ¿Qué tal si ahora citamos, no sé, por ejemplo a algún comandante británico o estadounidense en el Helmand de hoy? Nuestros soldados no tienen la culpa. Lucharon con increíble valentía en condiciones adversas. Pero ocupar localidades y poblados durante un corto tiempo no vale nada en una tierra tan vasta en la que los insurgentes se ocultan con facilidad por las montañas. Esto, claro, lo dijo Akhromeyev, en 1986.
Yo vi esa tragedia desenvolverse en los lúgubres primeros meses de 1980. En Kandahar la gente exclamaba “¡Alá Akbar!” desde los tejados y en los caminos en las afueras de la ciudad. Vi cómo los insurgentes, equivalentes a los actuales talibán, bombardeaban formaciones militares soviéticas. Al norte de Jalalabad detuvieron el autobús en el que yo viajaba. Llevaban rosas rojas metidas en los cañones de sus rifles Kalashnikov. Bajaron del vehículo a los estudiantes comunistas que había a bordo del vehículo y no me ocupé por saber qué les pasó. Supongo que no fue nada distinto de lo que les ocurre actualmente a estudiantes que apoyan al gobierno afgano y que caen en manos del talibán.
En las afueras de Jalalabad me enteré de que los mujaidin, los luchadores por la libertad favoritos del presidente Ronald Reagan, habían destruido una escuela porque aceptaba a niñas como alumnas. Muy cierto. Tanto, que el director del colegio y su esposa fueron quemados y colgados de un árbol.
Los afganos nos contaban historias extrañas sobre prisioneros políticos que eran sacados del país y torturados dentro de la Unión Soviética, en secreto.
En Kandahar, el propietario de una tienda, un hombre de más de 50 años, usaba al mismo tiempo un suéter europeo y un turbante, y se me acercó un día en la calle. Aún tengo las notas de mi entrevista. A diario el gobierno dice que los precios de los alimentos bajarán, dijo. A diario nos dicen que las cosas mejoran gracias a la cooperación de la Unión Soviética. Pero no es verdad. ¿Se da usted cuenta de que el gobierno no controla ni siquiera los caminos? Al diablo con ellos. Se limitan a aferrarse a las ciudades. Los mujaidin infestaban la provincia de Helmand y cruzaban una y otra vez la frontera paquistaní, tal como hoy lo hacen los talibán. Un bombardero soviético Mig incluso cruzó la frontera a principios de 1980 para atacar a los guerrilleros.
El gobierno de Pakistán y el de Estados Unidos, por supuesto, condenaron la flagrante violación de la soberanía paquistaní. Bueno, díganle eso a los jóvenes estadounidenses que controlan los aviones sin piloto Predator que con tanta frecuencia cruzan la frontera Pakistán-Afganistán para atacar al talibán.
En Moscú, casi un cuarto de siglo más tarde, me reuní con algunos de los antiguos ocupantes rusos de Afganistán. Algunos son ahora adictos a las drogas, otros padecen de lo que se conoce como desorden de estrés postraumático.
Pero en este día histórico en que Barack Obama se hunde a plomo en el caos, recordemos también la retirada británica de Kabul y la destrucción que sufrió esta ciudad, en 1842.
* De La Jornada, de México. Especial para Página/12.
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