Miércoles, 24 de febrero de 2010 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Roberto Bergalli *
Quienes vivimos en España ya estamos habituados a las intervenciones de Baltasar Garzón, como juez de instrucción en la Audiencia Nacional, un peculiar tribunal que, de a poco, ha ido ganando competencia en un número creciente de delitos, lo que le ha procurado una presencia cotidiana en la noticia judicial, más allá del original cuestionamiento a su naturaleza aconstitucional. Pero, en el caso del Juzgado de Instrucción nº 5 esa presencia ha adoptado el nombre de su juez titular: Garzón. Unos piensan en un protagonismo desusado; otros insinúan que muchas veces el turno de competencias para el Juzgado 5 pueda haber sido manipulado. Lo cierto es que tenemos a Garzón ejerciendo su jurisdicción urbi et orbi, desde hace décadas y seguido de forma permanente por la noticia periodística.
Es verdad –hay que decirlo–, en ocasiones ese protagonismo ha procurado intervenciones que han permitido abrir investigaciones, en ejercicio del principio de jurisdicción universal (caso de Chile, caso de Argentina), cuando en esos ámbitos propios de las graves violaciones a los derechos humanos el ejercicio jurisdiccional estaba todavía anquilosado, demorado o trabado por inercia o ineptitud de los tribunales locales. Empero –también hay que decirlo–, en alguna de esas situaciones el impulso procesal provino de organizaciones de la sociedad civil y/o de asociaciones como la de Fiscales Progresistas (como cuando Carlos Castresana, entonces secretario de la AFP, aceleró la acción procesal de Garzón respecto de las juntas militares genocidas de Argentina). En otras ocasiones el intenso o excesivo dinamismo de Garzón fue posiblemente motivo para que muchos procesos penales por él abiertos acabaran con escuetos resultados, no obstante el aparente despliegue de fuerzas de seguridad lanzadas o auspiciadas por el juez a la búsqueda de pruebas o identificación de autores que luego se esfumaron.
El fugaz y nunca bien aclarado paso de Garzón a la esfera de la política activa, en aquel gobierno de Felipe González de la década de 1980, en el que el juez hizo chocar sus aspiraciones con las de otro antiguo colega devenido ministro de Interior y Justicia en ese gabinete, fue también motivo para que la imagen del juez urbi et orbi se desdibujara en sus aspectos justicieros. No obstante, su regreso a la esfera jurisdiccional alertó a la clase política cuando el juez pudo regresar a su antiguo Juzgado 5 y así reabrir las causas relativas a secuestros y muertes de etarras o simpatizantes vascos por los tristemente célebres Grupos Armados de Liberación (GAL), que le permitieron procesar a ministros de aquel gobierno, luego condenados, e, incluso, alertar de que podía también sentar a González en el banquillo.
Mas Garzón no demostró jamás afinidad con sus pares, ni con los de ideas de derecha ni con aquellos autodenominados democráticos, ni con los cercanos a la Doctrina Social de la Iglesia. Garzón fue siempre “el Llanero Solitario”. Pero semejante demostración de aislamiento hacia sus pares no pudo ser marca positiva en una corporación como la judicial, compuesta por miembros no elegidos por nadie y sectorizada según posiciones que provienen de interpretaciones del derecho a veces falaces y de ideologías jurídicas que traducen visiones parciales del mundo social.
En ese marco de apartamiento voluntario Garzón creyó encontrar su mayor filón jurisdiccional cuando, respondiendo a las denuncia de veintidós asociaciones de la denominada “Memoria Histórica” y diez particulares, tomó la decisión del 16 octubre de 2009 por la cual declaró su competencia para entender por presuntos delitos de “detención ilegal” basados en los hechos que se describen en las mismas (actuaciones), fundamentalmente por la existencia de un plan sistemático y preconcebido de eliminación de oponentes políticos a través de múltiples muertes, torturas, exilio y desapariciones forzadas (detenciones ilegales) de personas a partir de 1936, durante los años de Guerra Civil y los siguientes de la posguerra, producidos en diferentes puntos geográficos del territorio español. Esta resolución, con la que se autorizaba a realizar 19 exhumaciones –entre ellas las de los supuestos restos del poeta García Lorca– donde se encontraron fosas con despojos de represaliados por el franquismo fue la mecha del fuego que ha seguido.
En efecto, primero la Audiencia en pleno hizo retroceder a Garzón forzándolo a declinar competencia en favor de cada uno de los jueces correspondientes a los lugares de los hallazgos de fosas. Ahora un juez del Tribunal Supremo está por pronunciarse acerca de si Garzón ha cometido el delito de prevaricación, a partir un sumario promovido por ONG de filiación ultraderechista a fin de verificar si con su decisión Garzón ha obviado la limitación impuesta por la Ley de Amnistía de 1977 sobre la cual se edificó el proceso de transición a la democracia. Mientras, el Consejo General del Poder Judicial deberá decidir si suspender o no a Garzón cuando recaiga una decisión del Supremo.
Importante es señalar que tanto el juez del Tribunal Supremo que instruye el sumario cuanto la magistrada del Consejo que ha alentado la futura suspensión del juez pertenecen a la Asociación de Jueces para la Democracia, es decir, a la agrupación de jueces españoles que se consideran avanzados y renovadores. De este modo, Garzón aparece identificado como opuesto a los jueces democráticos, mientras los supuestamente conservadores deberán manifestarse cuando el Supremo y el Consejo adopten sus fallos.
Un escenario como el descripto es de auténtico escándalo judicial, dada la asepsia que debería demostrar todo cuerpo encargado de interpretar y aplicar las reglas jurídicas de un Estado constitucional y democrático de derecho. Del mismo no deberían emerger manifestaciones que puedan entenderse como políticas. Por tanto, obviamente, surge una espontánea pregunta: tanto uno como otros, Garzón y sus supuestos inquisidores, ¿no están actuando políticamente?
* Universitat de Barcelona.
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