Mié 19.10.2011

EL MUNDO  › OPINIóN

Otro ministro sube al patíbulo de Dilma

› Por Eric Nepomuceno

Desde Río de Janeiro

Es como un ritual al que parece condenada la presidenta Dilma Rousseff. Una vez más, un ministro “sugerido” por Lula da Silva está en el ojo del huracán de los escándalos. La rutina, el ritual: una denuncia aparece en determinado medio de prensa, repercute en otros, el denunciado trata de defenderse, Dilma pide que se explique en público, el denunciado trata de explicarse. En los diez primeros meses de su primer año de mandato, la presidenta decapitó a cinco de los ministros que nombró bajo presión de Lula y de los aliados. De esos cinco, uno fue decapitado por prepotente y parlanchín, los otros cuatro por escándalos. Ahora le toca al ministro de Deportes, Orlando Silva, del Partido Comunista do Brasil (PCdoB), que jamás contó con la simpatía de Dilma. Viene de una estela de denuncias tontas –en la presidencia de Lula da Silva, usó indebidamente la tarjeta institucional para pagar una merienda de míseros cuatro dólares– mezcladas con otras, bastante más serias.

Esta vez, el denunciante es un sargento de la Policía Militar, Joao Dias Ferreira, que además dirige un par de ONG que tienen contrato con el Ministerio de Deportes. Tiene un robusto prontuario de antecedentes altamente comprometedores (responde a procesos por desviación millonaria de recursos públicos). Y aún así, lo que dice tiene impacto en la opinión pública y entre aliados y opositores.

Además de vivir en una mansión millonaria en Brasilia, en cuyo aparcamiento descansan tres lujosos autos importados –algo incompatible, bajo cualquier aspecto, con su sueldo–, el sargento es investigado desde hace tres años. Ahora denuncia a una pandilla que estaría abrigada en el Ministerio de Deportes desde hace tiempo, o más precisamente, desde el gobierno de Lula. De la existencia de la pandilla sobran indicios. Hay investigaciones en la Policía Federal y en el Tribunal de Cuentas de la Unión. En Brasilia se extiende un océano de rumores y acusaciones que hasta el césped de los ministerios conoce bien.

De la participación del ministro todavía no hubo indicios, pero se trataría por lo menos de un caso evidente de omisión. En la bolsa de apuestas de Brasilia, la permanencia de Orlando Silva al frente del ministerio que maneja los poderosos presupuestos del Mundial de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016 no cuenta con adeptos siquiera entre aquellos a los que les encanta correr riesgos suicidas. La rigidez prusiana de la presidenta en relación con escándalos ya se hizo sentir. Dilma está en viaje oficial a Africa, y no se espera que decapite a un ministro por teléfono. Con eso, Orlando Silva tiene algunas horas más para probar su inocencia y su capacidad de convencer de que es inocente.

La marea de denuncias que sacude al gobierno de Dilma Rousseff sirve, al menos, para revelar algunas cosas significativas. La primera: la presidenta se muestra mucho menos propensa –muchísimo menos, a decir la verdad– que su antecesor a convivir con escándalos y a dilatar la preservación de auxiliares que estén en el centro de denuncias. Defiende con rigor el principio de la inocencia, pero no parece dispuesta a esperar que el tiempo diluya sospechas, como lo hacía Lula.

La segunda: Lula, que con tanto alarde recriminó la “herencia maldita” recibida de su antecesor, legó a la sucesora, además de una serie indiscutible de logros y avances que cambiaron la cara del país, un peso incómodo: ministros con una capacidad inaudita de meterse en líos fenomenales. La codicia y el apetito por puestos, cargos y presupuestos, que él apenas supo controlar, explotaron bajo Dilma.

Tercer factor significativo: la tolerancia de Dilma con los “errores” de sus auxiliares es nula. Al margen de la ola moralista muy bien manipulada por los sectores más entrañablemente conservadores del país, a empezar por la oposición y por los grandes grupos de comunicación, Dilma Rousseff ya dejó claro que su gobierno pretende ser intransigente en la defensa de los recursos públicos.

Ayer, Brasil asistía a un espectáculo bizarro. De un lado, un ministro acusado de corrupción exigía, a toda voz, que el denunciante presentase pruebas de lo que decía. De otro, un denunciante aseguraba tener pruebas concretas, que no exhibía, y le decía bandido al ministro.

No fue exactamente un espectáculo edificante.

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