› Por Ariel Dorfman *
De cuando en cuando suelo visitar, a veces por razones de conveniencia culinaria y otras por las sinrazones de la nostalgia, una tienda prodigiosa donde me permito bucear por unas horas en las aguas múltiples y diversas de América latina.
Bajo el techo de aquel vasto supermercado puedo saborear la presencia del continente en que nací, retornar a mis orígenes plurales. En un estante, me espera Nobleza Gaucha, la yerba mate que mis padres argentinos paladeaban cada mañana en la Nueva York de su exilio –mi madre con azúcar, mi viejo prefiriendo la variante amarga–. Basta con contemplar la bolsa y el dibujo para recordar la ansiedad con que ellos esperaban la llegada de envíos desde un Buenos Aires sumido en el autoritarismo, del que habían huido en los años cuarenta. Un poco más allá, me topo con leche condensada, el exacto prototipo de lata de la cual bebía a sorbos acaramelados durante excursiones adolescentes a la cordillera, cuando a los doce años tuve que seguir a mi familia a otro destierro, esta vez a Chile. Y cerca, un tamborcito de Nido, la leche en polvo con que mi mujer Angélica alimentaba a nuestro hijo Rodrigo en su infancia remota en Santiago. O Nesquik para niños, el chocolate con que endulzábamos la existencia de nuestro hijo menor, Joaquín, cuando nos acompañó de vuelta a Chile después de muchos años de alejamiento debido a la dictadura de Pinochet.
Los orígenes de cada hombre y mujer, empero, nunca son exclusivamente personales, sino que arraigadamente colectivos y en especial para latinoamericanos como yo, que sienten una entrañable camaradería con otros nativos de nuestras regiones desafortunadas. Una terca historia de sueños postergados ha conducido a una experiencia compartida de pena y propósito, esperanza y resistencia, que nos une emocionalmente más allá de un destino geográfico o confines nacionales. Subir y bajar por los pasillos de ese negocio es reconectar con los pueblos y tierras y gustos de aquellos hermanos y hermanas y participar, aunque sea en forma vicaria, en las comidas que se planifican y preparan en ese mismo momento en millones y millones de hogares del hemisferio. Hay canela del Perú y queso crema de Costa Rica y café torrado e moido (O Sabor do campo na sua casa) del Brasil. Hay jugo de coco del Caribe y frijoles de toda variedad posible e imposible, y maíz tostado de México, y apio fresco de la República Dominicana (cada tallo parece un ídolo minúsculo y torcido) y hierbas medicinales para infusiones y albahaca y ajonjolí y linaza y yuca y malanga y chicharrones de cerdo y chicharrones de harina. Y todo más barato que en cualquier supermercado corriente norteamericano.
Si viajamos a San Pablo o Caracas o Quito, si nos fuéramos de compras en busca de aquellas provisiones y delicadezas en San José o La Paz o Bogotá, si nos atreviéramos a preguntar en cualquier ciudad mayor o menor de América latina si acaso es factible hallar en un solo lugar una profusión semejante de selecciones gastronómicas, la respuesta inevitable sería que tal lugar no existe. No hay un establecimiento comercial en Río de Janeiro, por ejemplo, que junto a una abundancia de comestibles cariocas simultáneamente te permitiera elegir entre dieciocho variaciones de chiles y pimientos ni comprar ponche de Tampico o degustar un pan de casabe.
El sitio en que sí existe es en Durham, Carolina del Norte, la urbe donde me asenté con mi familia después de muchas décadas errantes. Existe, en efecto, a menos de un kilómetro de nuestra casa: se trata de una inmensa tienda de abarrotes que lleva un nombre muy perspicaz, Compare, astuto porque funciona por igual en inglés, castellano y portugués. Quién hubiera pensado que en una pequeña ciudad del sur de los Estados Unidos (población 233.252) podría haber una mayor representación de la variedad latinoamericana que en Río, con sus seis millones y medio de habitantes, o de la megalópolis de Ciudad de México con sus veinte millones.
Al conmemorar algunos y lamentar otros, los quinientos veinte años desde que Cristóbal Colón avistó las tierras que serían llamadas con el nombre de otro visionario, la nítida realidad de un negocio como el que mi mujer y yo frecuentamos en Durham (y hay docenas más a lo largo de la Costa Este de los Estados Unidos, de Massachusetts hasta South Carolina) prueba en forma definitiva –¡si es que hace falta aún más evidencia!– que el continente de Juárez y García Márquez y Eva Perón se extiende masivamente al norte del río Bravo, en el corazón mismo de Gringolandia.
Los víveres que me bendicen en ese supermercado mega-latino no constituyen, por cierto, solo algo que uno puede oler y pelar, cocinar y devorar. Hay manos que escogen papas que se cultivaron por primera vez hace milenios en las alturas de los Andes, hay bocas que se llenan de saliva al pensar en la piña que los conquistadores no tuvieron palabras para describir, hay cuerpos que tiemblan con la noción de emplear sus lenguas, a lo Proust, para volver a un hogar infantil que muchos de ellos jamás volverán a ver. Detrás de manos y adentro de bocas y más allá de esos cuerpos, estalla una piñata cósmica de historias, como la mía. Tantos que se fugaron de la tierra natal, que arribaron a orillas extranjeras, que cruzaron fronteras en forma legal o subrepticia, perseguidos por guardias armados y protegidos por ángeles guardianes, decididos a honrar las memorias de hambre y represión y también de solidaridad y sueños impetuosos, luchando siempre por mantener los vínculos con el vasto pueblo latinoamericano que no emigró. Una mujer de Honduras llena su carro con lo que parece una tonelada de bananas del color de un rojo atardecer y, aunque se encuentran ya en un estado avanzado de descomposición, me asegura que serán un perfecto complemento para tomatillos y pinto frijoles. Una pareja de Colombia (detecto la suave especificidad del excelente castellano de Bogotá) discute si hacer un experimento y agregar a su ajiaco de esta noche algunos pimientos serranos de México (lucen de un verde resplandeciente al curvarse bajo las luces de neón). El marido está de acuerdo, siempre que a ella no se le olvide de meter en la mezcla unas hierbas guascas que acaban de comprar y que él tiene que haber gozado cuando era muy niño. Adentro de cada uno de ellos, como adentro de mí y de mi Angélica, tiene que latir un relato de corazones devastados por la distancia y de distancias conquistadas por el amor, de hogares que se destruyeron allá lejos y de fogones que se reconstruyeron acá cerca.
¿En qué otro lugar podrían estos asiduos (y tantos otros ignorados embajadores de cada país y etnicidad de las Américas) encontrarse de una manera tan ordinaria, conversando en todo acento concebible del castellano (y algunos murmullan en idiomas indígenas que no logro reconocer) junto a este chileno medio norteamericano que nació en la Argentina, y todo como si fuera una experiencia de lo más natural?
En EE.UU. este mes se llama Hispanic Heritage Month (una celebración del legado hispánico que no se ha instituido en ninguna nación latinoamericana ni tampoco, por cierto, en España) y no veo mejor manera de conmemorar ese legado que en el pueblo sureño donde hemos buscado refugio.
Cuando un visitante llega a Durham se le da la bienvenida con una serie de carteles: “Welcome to Durham, City of Medicine” (porque los hospitales acá son de veras destacados). O “Welcome” a la ciudad de Bull Durham (el equipo de béisbol hecho famoso en el film con Costner, Robbins y Sarandon). O un “Welcome” que menciona el eximio equipo de básquetbol de Duke. Pero también, al arribar a los límites de la ciudad, así como en su sitio web, se advierte que ésta es una ciudad “where great things happen”.
Donde ocurren grandes cosas.
Y es cierto.
Así que tal vez sea hora de escribir otro tipo de saludo, en nuestro castellano glorioso, para que todo el mundo lo lea, incluyendo a los habitantes de las veintiún repúblicas al Sur del Sur, tal vez habría que identificar de la siguiente manera a este pueblo en que vivo con mi familia junto a tantos otros latinos:
“Bienvenidos a Durham, donde América latina se vuelve a encontrar”.
Y si los anglos quieren saber lo que significa este cartel,
pues que aprendan nuestro
idioma.
Q Ariel Dorfman acaba de publicar un nuevo libro de memorias, Entre Sueños y Traidores: Un Striptease del Exilio (Planeta).
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