EL MUNDO › EL ANUNCIO DEL NOMBRAMIENTO DE BERGOGLIO DEJO A MUCHOS PREGUNTANDOSE QUIEN ES EL NUEVO PAPA
Bajo una lluvia persistente, la ignorancia de la gente y un frío que requirió una fe tenaz para soportar la helada y el agua durante varias horas, el nombramiento consagró a quien para muchos era un perfecto desconocido.
› Por Eduardo Febbro
Desde Ciudad del Vaticano
La “fumata” de la mañana fue negra y al caer la noche el humo blanco de la chimenea instalada en el techo de la Capilla Sixtina le anunció al mundo la designación de un nuevo papa. Al júbilo que siguió la blancura del humo lo envolvió un estupor silencioso cuando, luego de que el cardenal protodiácono Jean-Louis Tauran dijera en latín el tradicional Habemus papam, pronunció el nombre de Jorge Mario Bergoglio. “¿Bergoglio? ¿Quién es?”, preguntó una señora azorada por la novedad. Luego hubo un silencio incómodo, como una sombra repentina que se tragó la voz, la respiración y la explosión de la alegría guardada en el corazón durante tantos y tantos días. El papa argentino entró así en la historia, bajo una lluvia persistente, la ignorancia de la gente y un frío que requirió una fe tenaz para soportar la helada y el agua durante varias horas. La gran mayoría de los feligreses no recordaba su nombre. Bergoglio era un perfecto desconocido y muchos recurrieron al teléfono móvil para preguntar o indagar por Internet quién era ese nuevo papa que abría un boquete en la muralla de la ciudad papal.
Bergoglio salió detrás del telón de las falsas evidencias que siempre tejen los “especialistas”. No figuraba ni como favorito, ni como segundo, ni como quinto o último. Tampoco hicieron falta muchas rondas de voto para designar a este papa jesuita, que, desde el punto de vista de la encadenada estructura del Vaticano, no pertenece a la curia, es decir, al riñón infectado de pugnas y malabares y confabulaciones y complots dignos de una trama de espionaje. Los 115 cardenales votaron una vez el primer día del cónclave, el pasado 12 de marzo y por lo menos tres veces ayer, por la mañana y por la tarde. Asomado en el balcón de la Basílica San Pedro, Bergoglio parecía haber llegado ahí pidiendo permiso para estar. Como un invitado que se equivocó de banquete y no encuentra su lugar y su gente. Tímido, dudoso, equivocándose en los pasos establecidos por ceremonial y a su vez radiante y próspero en ese momento de victoria íntima. Jorge Bergoglio es el primer papa argentino y el primer latinoamericano de la historia. De ahora en más se llama Francisco. Su gesto inaugural consistió en orar por Josef Ratzinger y luego invirtió el orden de las costumbres. En vez de dar él la bendición, pidió a los feligreses presentes que se la dieran a él. Entonces cayó otro silencio, masivo, repentinamente místico, y el papa recién electo recibió la bendición de los creyentes antes de bendecirlos a ellos.
“Ustedes saben que el deber del cónclave era dar un obispo a Roma. Parece que mis hermanos cardenales han ido a buscarlo al fin del mundo. Pero aquí estamos”, dijo Bergoglio ya con los honores y la responsabilidad de Francisco. La prensa se equivoca en su designación: lo llaman “Francisco primero”. Es un error. Jorge Bergoglio es, y así lo aclaró el portavoz del Vaticano, monseñor Lombardi, solamente Francisco. Se llamará primero sólo cuando otro papa lleve el mismo nombre. Los fieles corearon su nombre, cantaron y bailaron en la plaza San Pedro en una suerte de éxtasis siempre renovado. No importaba que no lo conocieran bien, o que su nombre les resultara casi impronunciable. La lealtad de la fe se impuso a los procedimientos secretos y la sorpresa. “Es un papa y, al final, eso es lo único que nos importa”, decía con los ojos inundados por la emoción un señor de edad muy avanzada. El catolicismo, que no es otra cosa que la fe de la gente, dejó de estar huérfano. La magia de la comunión operó pocos minutos después de que la guardia suiza se formara en las escalinatas de la Basílica.
“Francisco, Francisco, Francisco”, coreaba la gente: jóvenes y ancianos, de Europa, de América, de Africa o de Asia. El rostro y el nombre de la restauración ya era público. La fe es un milagro entero, un oleaje perpetuo que le dicta el respeto por esa creencia y esa algarabía hasta al ateo más profundo. Un cuarto de hora más tarde la plaza San Pedro se colmó de miles de paraguas suplementarios y la Via de la Conciliazione se convirtió en un imparable flujo humano. A los indiferentes les puede parecer incomprensible. Pero no era hora de entender por qué, sino de ver que la idea de la providencia divina y de su representante en la Tierra aún funciona, al punto de colapsar las calles y los barrios aledaños al Vaticano. Nadie lo hubiese dicho. Después de haberle disputado el papado a Benedicto XVI en el precedente cónclave, Jorge Bergoglio fue sacado de todas las previsiones. Y entró por el arco más triunfal cuando todos esperaban a un italiano, un brasileño, un norteamericano o un húngaro. En los días previos y durante el cónclave, su nombre sólo fue citado por los vaticanistas de Roma como el candidato precedente que perdió frente a Ratzinger.
Una referencia del pasado, un dato sin trascendencia. Pero Mario Jorge Bergoglio se instaló en el trono de Francisco al mando de una Iglesia vapuleada por sus propios pecados. Más aún, la designación de Bergoglio también rompió el embrujo de la adversidad. Se anunciaba un cónclave dividido, antagónico en sus raíces, inconciliable en sus posiciones. La rápida designación del papa Francisco fue recibida como un alivio. Aquel hombre de andar modesto y palabras suaves reconcilió en un instante a la plaza San Pedro de todos sus desencuentros. En aquel momento, el pasado del hombre era una incógnita como su nombre. Josef Ratzinger quedó vencido por el peso virulento de los pecados cometidos. Jorge Bergoglio dijo: “Comenzamos este camino, obispo y pueblo juntos. Este viaje de la Iglesia de Roma, que guía a todas las iglesias, un viaje de hermandad, de amor, de confianza entre nosotros”.
El viaje de Francisco habrá de ser denso porque la Iglesia no buscaba un papa, sino un superhombre, un atleta, un bombero, un conciliador, un corredor de cien metros y un general disciplinado y fuerte. “Nos hace falta un papa fuerte”, repetían hasta la saciedad los expertos y los cardenales antes de que se iniciara el cónclave. Un papa con poder para reorientar la curia, reorganizar los dicasterios –ministerios– del Vaticano, purgar las aguas contaminadas con las suciedades profundas reveladas por los Vatileaks y, encima, volver a sembrar los valores cristianos en el corazón de las sociedades occidentales que bañan en el hedonismo y el consumo. Un papa orquesta completo que haría a la vez de administrador, evangelizador, pastor, teólogo de alcance mundial y gran comunicador de sus mensajes. La apuesta tiene la envergadura de un imposible, pero es lo que dicta la historia y lo que los creyentes esperaban del papa antes de que se conociera su nombre.
En los primeros lugares de la plaza San Pedro había un grupito de argentinos que fueron literalmente invadidos por la prensa. Entre las muchas banderas que flamearon desde la tarde, había dos argentinos. A la noche se convirtieron en el foco de atención y de alegría. La gente bailaba en torno de ellos, los abrazaba, venía a pedirles su opinión, a buscar información y hasta una mirada como bendición. Había sobre todo argentinos jóvenes, emocionados de alegría e incredulidad, convencidos de que luego de dos papas fríos, Francisco sería el papa latino, el papa de la humanidad, el papa de los matices, de la bondad y la solidaridad instantánea que caracteriza a los pueblos de América latina. “Dios está en el cielo, pero en la tierra el papa es argentino”, decía un argentino joven con pronunciado acento cordobés.
Las primeras obligaciones de Francisco son vergonzosamente terrenales. La primera de ellas: penetrar el contenido del informe secreto elaborado por una comisión cardenalicia compuesta por los cardenales Jozef Tomko, Salvatore de Giorgi y Julián Herranz. Ese informe está enteramente consagrado al caso de los Vatileaks, o sea, el robo de los documentos de Benedicto XVI y el contenido de los mismos: las guerras de poder, los abusos sexuales y las prácticas financieras en el seno del banco del Vaticano, el OIR, manchadas de irregularidades. Ese informe ha sido determinante en la renuncia de Josef Ratzinger. El papa renunciante que determinó que el contenido global del informe sólo fuese conocido por su sucesor. Los cardenales se revelaron ante la voluntad de Benedicto XVI y exigieron conocer el informe antes de elegir a un nuevo papa. Hubo “comunicación” sobre las grandes líneas del informe, pero no lectura total. Cuando Francisco lo lea tal vez entienda mejor por qué Ratzinger renunció, o de pronto se dé cuenta de que ser pastor no bastará para reformar la iglesia, sus males atávicos, sus posturas reaccionarias ante los temas de sociedad, el interminable catálogo de abusos sexuales contra menores y la también interminable lista de jerarcas que protegieron a esos criminales. Esta Iglesia moderna, corrupta, que lava dinero de la mafia o se mete en cuestiones delicadas, que pacta con ideologías que luego combate con sus discursos –el ultraliberalismo– está vigente desde el mandato de Juan Pablo II. Pese a todo y gracias a la ligereza y la complicidad de los medios de comunicación del sistema, el difunto papa polaco conserva una popularidad asombrosa. Hasta ahora, en los alrededores del Vaticano, hay más fotos, afiches e insignias en su honor que de Benedicto XVI. Bergoglio también tiene un pasado con zonas poco felices. Tal vez Francisco lo haga mucho mejor y vaya en otra dirección que la que tomaron Juan Pablo II, Benedicto XVI y el mismo Bergoglio antes de ser el papa Francisco.
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