EL MUNDO › OPINION
› Por Washington Uranga
Brasil está conmocionado por la visita del papa Francisco. Pocos acontecimientos y menos personas logran congregar, como lo ha hecho el Papa, a millones, movilizar masas y producir sucesos mediáticos como a los que estamos asistiendo. Este solo hecho constituye un acontecimiento. Francisco recuperó para muchos la “estima” de sentirse católico. Como lo había hecho en el comienzo de su pontificado Juan Pablo II (1978), si bien con otro carisma y un discurso diferente. Es otra personalidad, pero también otro momento de la historia de la humanidad. Treinta y cinco años no pasan en vano, tampoco para la historia del catolicismo, y en este tiempo la Iglesia Católica sufrió muchas crisis, soportó deserciones y su credibilidad y su influencia quedaron fuertemente golpeadas por errores propios y por la realidad de un mundo cada día más secularizado y ajeno a lo religioso.
Más allá de las fronteras de Brasil el “fenómeno Francisco” tiene repercusiones en diferente escala, pero nadie ignora que desde que Jorge Bergoglio asumió el pontificado se planteó el objetivo de modificar la relación de la Iglesia Católica con la sociedad. Y tiene conciencia de que para lograrlo tiene que modificar también situaciones internas que permitan hacer más creíble la institución católica y, al mismo tiempo, coherente con lo que anuncia. De alguna manera este es el guión que el Papa ha venido ejecutando –con gran habilidad personal y éxito a la vista– durante la visita a Brasil con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud.
Se subraya con acierto que en su programa como pontífice, Bergoglio se dispuso retomar los grandes lineamientos del documento de los obispos latinoamericanos reunidos en Conferencia General en Aparecida (Brasil) en el 2007, texto del cual el papa actual fue uno de los principales redactores. En una de las reuniones preliminares de ese encuentro (15 de mayo de 2007), el entonces cardenal Bergoglio expuso ante sus pares tres “macrodesafíos” que sintetizó en “la ruptura en la transmisión de la fe, la inequidad escandalosa que divide la población en ‘ciudadanos’ y en ‘sobrantes y descarte’ y, finalmente, la crisis de los vínculos familiares”.
Estos tres lineamientos son los que hoy pueden verse en el discurso de Francisco como papa. Les pide a los jóvenes que salgan de los templos, que vayan a las calles y recuperen el espíritu misionero. Incluso que “hagan lío”, que rompan los moldes y salten por encima de las propias estructuras eclesiásticas si es necesario, pero que asuman ellos la responsabilidad de la transmisión de la fe. El Papa no confía (porque conoce la profundidad de los problemas) en una Iglesia Católica en crisis y desfasada en el tiempo en sus métodos y en su discurso.
Sin embargo, Bergoglio no renueva su alegato. Por de pronto no hay gestos en favor de quienes, por “hacer lío”, terminaron expulsados o excluidos de la Iglesia. Apunta sí a reformar los métodos, las formas, pero reafirma la doctrina incluso en aquellos temas en los que –sin riesgo mayor– podría actualizar su mensaje. No renueva su predicación sobre la moral sexual, sobre la familia y tampoco actualiza el magisterio eclesiástico sobre el papel de la mujer en la Iglesia, para mencionar tan solo algunos temas. Habla con entusiasmo de Jesucristo, pero el mensaje sigue siendo abstracto para jóvenes que viven en un mundo de consumo, de hedonismo y donde los valores dominantes son contradictorios con la predicación católica.
¿Es suficiente esto para ganar los adeptos que el catolicismo sigue perdiendo hoy en el mundo? En principio debería decirse que el Papa no se está dirigiendo a los que están afuera de las fronteras de la Iglesia, sino que le habla a la “tropa propia”. O más o menos propia, porque no podría decirse que los millones que se sintieron convocados por la Jornada Mundial de la Juventud son católicos practicantes, sino que por diversas razones decidieron sumarse a un acontecimiento religioso cultural, atraídos por la figura de un Francisco carismático y necesitados de sentirse también incluidos en un suceso de masas como el que se generó. Pero nadie podría decir que esos millones de jóvenes serán los “enviados” de Francisco a misionar la fe católica, aunque todos ellos quedarán –por lo menos en lo personal– “marcados” y “tocados” por esta experiencia.
Si el catolicismo pierde adeptos es porque, en principio, las zonas del mundo en que ha tenido su mayor arraigo se secularizan inevitablemente, porque el poder político ha dejado de necesitar en esos mismos lugares de la alianza con el poder religioso y porque hay otras ofertas religiosas que están más cercanas a la vida cotidiana y a las urgencias espirituales de las personas.
Francisco cumple también con los otros dos grandes lineamientos de acción que se ha trazado. Tiene una prédica social en favor de los pobres y de los excluidos. “Que a nadie le falte lo necesario y que se asegure a todos dignidad, fraternidad y solidaridad. Este es el camino a seguir”, sostuvo ahora. Ese discurso suena bien a muchos oídos, entusiasma a más de uno. Incluso algunos creen ver allí vestigios de la llamada “teología de la liberación”. Lo ha dicho Leonardo Boff y el también teólogo brasileño Oscar Beozzo. Quien conoce a Bergoglio puede asegurar que no hay ninguna vinculación entre Francisco y la teología de la liberación, ni siquiera a través de la llamada “teología de la cultura” encarnada en Argentina por Lucio Gera y Juan Carlos Scannone, este último también jesuita a quien se presenta como uno de los “maestros” del actual papa.
Francisco predica la justicia social y lo hace desde una perspectiva de doctrina social de la Iglesia que se opone al capitalismo, pero que al mismo tiempo entiende que la forma de combatirlo pasa por la reafirmación de los valores del catolicismo, en la moral cristiana y en la familia tradicional.
Está claro que la predicación de Francisco no cae bien y genera resistencias en los sectores más anquilosados y conservadores de la Iglesia Católica. También molesta a los que están aferrados al poder de la estructura eclesiástica. Bergoglio lo sabe y sabe también que tiene que dar batalla contra las resistencias internas para lograr lo que se propone. Es consciente de que tiene tiempo limitado y por eso comenzó a dar pasos, a generar comisiones, a tomar medidas que por ahora son sólo anuncios de algo que podría venir. Conoce también que no puede confiar en el adentro y no duda en denunciar las “incoherencias de los cristianos y de los ministros”. Respalda todo su discurso con la austeridad que ha sido característica de toda su vida y con la sencillez del discurso, ingredientes suficientes para poner en jaque el boato y el ceremonial del papado. Ambos componentes resultan cautivantes para la gran masa y acercan la figura del Papa al pueblo.
Con todo eso se gana la buena voluntad y el favor de los que están afuera de la estructura –también de algunos que fueron expulsados por mantener posturas críticas–, acrecienta su prestigio y suma poder para avanzar en eventuales cambios. También por eso sigue avanzando en la idea de un gobierno “colegiado” en la Iglesia, descentralizando el poder y desarmando de esta manera el “romano centrismo” y el control burocratizado de la curia.
Así se despierta, si no el entusiasmo, por lo menos una expectativa positiva del mundo, pero también de importantes personalidades católicas que en los últimos tiempos mantuvieron fuertes críticas a la institución. Leonardo Boff cree que Francisco es el Papa que la Iglesia estaba necesitando, habla del “Papa de la libertad de espíritu y de la razón cordial” y tanto él como Frei Betto, dos íconos de la teología de la liberación, confían en que Bergoglio les restituirá un espacio en la Iglesia aunque para ello haya que esperar la muerte de Benedicto XVI.
Pero no son las únicas miradas. Así como hay signos positivos también pueden marcarse algunos silencios y omisiones importantes. José Marins es un sacerdote y teólogo brasileño experto y militante de las llamadas comunidades eclesiales de base (CEB), una práctica de fe popular en pequeñas comunidades, comprometidas con los pobres y apoyadas en una mirada teológica de la liberación. Brasil ha sido la cuna de las CEB. Marins advierte que en su visita el Papa no ha hecho una sola mención a las CEB, que las liturgias si bien incorporaron símbolos de la cultura y la estética moderna “repitieron oraciones a gusto de la cristiandad medieval”, marginaron cualquier instancia de “lectura orante de la Biblia” (metodología que acerca la palabra de la Biblia a la vida de las personas), no incorporaron una perspectiva ecuménica y los ministros (cardenales, obispos y sacerdotes) siempre se mantuvieron alejados del pueblo. Marins reconoce el discurso social del Papa pero insiste en que su experiencia religiosa y espiritual “no toma suficientemente en cuenta los pasos dados en los últimos cincuenta años”. Lo dicho: se necesita una Iglesia renovada en su entusiasmo, pero tradicional en sus valores, para combatir las desigualdades que se ven en la sociedad.
Pedro Ribeiro de Oliveira, un reconocido sociólogo de la religión, habla también de los “silencios de Francisco”. Valoró la visita del Papa a la favela de Varginha, pero lamentó el discurso “light”, que omitió hablar allí de las comunidades eclesiales de base (CEB), un modo distinto de ser Iglesia que también se concreta allí entre los pobres, se refirió a la solidaridad pero no avanzó en proponer una “economía solidaria” como alternativa práctica y concreta al capitalismo. Según Ribeiro de Oliveira el Papa “tocó la pelota” pero se perdió la oportunidad o decidió no convertir goles cuando tuvo todo a su disposición para marcar.
Y menciona un tercer hecho. Se dice que Bergolio destrabó el proceso de canonización del arzobispo salvadoreño Oscar Romero, asesinado el 24 de marzo de 1980 en El Salvador. El cardenal Gerhard Luwdig Müller, máxima autoridad de la Congregación para la Doctrina de la Fe, asegura que “el proceso va mucho más rápido”. El propio Francisco dijo que considera a Romero como “un gran testigo de la fe y de la sed de justicia social”. La santificación de Romero y el reconocimiento de los mártires cristianos recientes ha sido una reivindicación de los sectores progresistas de la Iglesia latinoamericana. ¿Por qué, entonces, se pregunta Pedro Ribeiro, Francisco dejó pasar la oportunidad de mencionar a Romero en la favela cuando “delante de los ojos de todos, en el campo de fútbol de Varginha hay un gran panel con la figura de Oscar Romero”? ¿No lo vio? Habría bastado, dice Ribeiro, una mención. Francisco no la hizo.
No todo está dicho. Francisco entusiasma multitudes. También tiene gestos y da pasos que molestan a la vieja estructura eclesiástica. Entusiasma e inquieta, genera adhesiones, expectativas y desconfianzas. Hay preguntas aún sin respuestas. Habrá que seguir esperando. Es muy rápido para sacar conclusiones. Y todavía no hay elementos suficientes para responder si Francisco será distinto de lo que supo ser Jorge Mario Bergoglio.
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