EL MUNDO › OPINIóN
› Por Ariel Goldstein *
El Partido de los Trabajadores (PT) nació hacia fines de la dictadura como una fuerza antisistémica, de firme anclaje en los movimientos sociales, así como crítica de las experiencias del populismo desarrollista. Su carácter antisistémico suponía una oposición a los pactos entre élites que habían definido los momentos trascendentes de la historia política brasileña.
Con el paso de los años, particularmente desde la derrota de Lula en 1989 por escaso margen en segunda vuelta frente a Fernando Collor de Mello, así como las otras dos derrotas posteriores de 1994 y 1998 frente a Fernando Henrique Cardoso, el PT fue comprendiendo, especialmente bajo la presidencia partidaria de José Dirceu, la necesidad producir una flexibilización de sus alianzas políticas y una moderación político-ideológica para alcanzar el poder político. La ansiada victoria se produjo en octubre de 2002, en una coalición que incluía partidos como el Partido Liberal (PL), del vicepresidente José Alencar, que correspondían difícilmente con las expectativas de cambio que el PT pretendía traducir desde el gobierno hacia la sociedad brasileña. El acceso del PT al poder supuso su orientación hacia la arena político-gubernamental y su centramiento en tareas de gestión, las cuales le sustrajeron capacidad movilizadora y lo integraron al orden político, restándole en cierta medida aquella orientación contestataria que poseía en sus inicios.
El heterogéneo esquema de alianzas que el PT estableció desde 2003 en adelante, para garantizar la gobernabilidad en el Parlamento, le presentó un punto de dificultad especialmente en 2005, cuando se produjo el escándalo del “mensalao”, donde la emergencia de fuertes acusaciones de corrupción hacia el partido gubernamental y el presidente redujeron la popularidad de Lula y del Partido de los Trabajadores. Sectores medios se distanciaron del gobierno, ahondándose un proceso de cuestionamiento de la ciudadanía hacia la clase política. Sin embargo, la construcción del liderazgo populista por la vía del lulismo –según André Singer– anclado en el atomizado “subproletariado” del Nordeste, que había mejorado su existencia a partir de las políticas sociales y de desarrollo económico, fue el modo en que esta fuerza política pudo resolver entonces la crisis de representación política, a través de un presidente que, por encima de los partidos y trazando un antagonismo débil entre el pueblo y las élites, asumía la representación de los pobres, que se sentían identificados con su liderazgo. Esa resolución circunstancial vía identificación populista equilibró entonces el hiato de descontento ciudadano entre las élites políticas y la ciudadanía, generando un escenario de estabilidad que fue transferido a través del liderazgo carismático de Lula a su sucesora Dilma Rousseff en las elecciones de 2010.
Estabilizado este escenario de identificación populista y de imaginario desarrollista hasta principios de este año, las nuevas protestas y movilizaciones que sacudieron al país durante junio evidenciaron la persistencia y ampliación de una disconformidad ciudadana con la corrupción y el carácter elitista que siguen caracterizando a la política brasileña, exigiéndose por parte de la ciudadanía una mayor participación en las decisiones políticas trascendentes.
En definitiva, podemos pensar que lo que estas movilizaciones demuestran con sus demandas de transparencia, anticorrupción y mayor participación, son los límites del lulismo como sutura populista hegemónica de la crisis de representación entre la clase política y la ciudadanía que vive el país. Nuevas formas participativas deberán ser ideadas para conformar un nuevo consenso entre gobernantes y gobernados, seguramente al costo de restarles a los liderazgos personalistas la centralidad que poseen hoy en la política brasileña.
* Sociólogo (UBA). Becario del Conicet en el Instituto de Estudios de América latina y el Caribe (Iealc).
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