EL MUNDO › EL CASO SNOWDEN Y LA PRESION DEL CONGRESO CAMBIARON EL RUMBO DIPLOMATICO DE BRASIL
La semana pasada Dilma Rousseff retomó sus estocadas hacia Barack Obama por las actividades ilegales de la agencia de espionaje estadounidense NSA. Algo está cambiando en la hasta ahora desabrida diplomacia dilmista.
› Por Darío Pignotti
Desde Brasilia
“Everything”. Con el dedo índice en alto, Dilma Rousseff demandó que Estados Unidos revele las informaciones robadas por sus agentes. “Quiero saber todo lo que tiene en su poder, la palabra todo es muy sintética, abarca todo, todito, en inglés se dice everything... uno no puede enterarse de estas cosas (espionaje) por los diarios.”
Fue una declaración de la que no hay muchos antecedentes, porque Dilma es –o era– desafecta a la diplomacia presidencial, y prefiere –o prefería– confiar esa responsabilidad a los profesionales del Palacio Itamaraty.
Los documentos filtrados por el ex consultor de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), Edward Snowden, informaron sobre la invasión de millones de mails y telefonemas brasileños, entre éstos, unos cuantos mensajes del despacho de la presidenta y de la petrolera Petrobras.
Después de sus dichos el 5 de septiembre ante reporteros de varios países en San Petersburgo, durante la Cumbre del Grupo de los 20, la semana pasada Rousseff retomó sus estocadas hacia Barack Obama por las actividades ilegales de la NSA. Algo está cambiando en la hasta ahora desabrida diplomacia dilmista. En dos años y medio de gobierno de Rousseff, la política externa tuvo como característica un cierto inmovilismo agravado por la falta de timing hacia la región, algo que se hizo evidente en la respuesta tardía frente al golpe que destituyó al ex presidente paraguayo Fernando Lugo en 2012 y la trapisonada en Bolivia observada en las últimas semanas, donde los diplomáticos afectados en La Paz se prestaron a una maniobra de la oposición derechista, anche golpista, concediéndole asilo al fabulador Roger Pinto y, por elevación, sembrando la discordia entre Dilma y Evo Morales.
El autor de ese legado diplomático fue Antonio Patriota, canciller entre enero de 2011 y agosto pasado, el que no perdía ocasión para citar la amistad que lo unía con Hillary Clinton y que dedicó su gestión a eliminar las diferencias con Estados Unidos para hacer posible la visita de Estado de Dilma a Washington, prevista para el 23 de octubre. A fin de recuperar la “credibilidad” de la Casa Blanca, Patriota cultivó un perfil profesionalaséptico, distante de su antecesor Celso Amorim, canciller de Lula da Silva entre 2003 y 2010, quien fue tipificado como un “antinortemericano” empedernido en los reportes generados por la US-Embassy de Brasilia obtenidos por Wikileaks.
Antes de perder el puesto, Patriota, tal vez sobreactuando su docilidad con Washington, declaró que jamás le concedería asilo a Edward Snowden, comentario que según trascendió aquí, en Brasilia, disgustó a Dilma Rousseff y al Partido de los Trabajadores, algunos de cuyos legisladores impulsaron la semana pasada el envío de una misión a Rusia para saber hasta dónde llegó el saqueo cibernético de la NSA. Entre el lunes y el viernes pasados, Rousseff pronunció discursos, firmó notas oficiales y habló con periodistas sobre el accionar de los servicios norteamericanos en Petrobras y la posibilidad de que esto la lleve a desistir de su visita de Estado a Washington.
Para la presidenta, el eventual hurto de datos de la petrolera que factura unos 160 mil millones de dólares al año es un hecho que reviste una simbología particular ya que ella, siendo ministra de Lula, diseñó el nuevo modelo de explotación de hidrocarburos que, en los hechos, significó una suerte de reestatización de la empresa. Si se confirmara que la NSA, al invadir los archivos de Petrobras, también se hizo de informaciones secretas sobre el megacampo petrolero Libra, con unos 15 mil millones de barriles en aguas ultraprofundas, esto podría redundar en beneficio de las empresas norteamericanas que se presenten al concurso público internacional para su explotación, previsto para el 21 de octubre.
Ante esa sospecha, el influyente senador Pedro Simon recomendó, en diálogo con Página/12, que la subasta sea dejada sin efecto hasta verificar si las empresas estadounidenses fueron favorecidas con data robada por la NSA, opinión en parte compartida por el especialista Sergio Gabrielli, dirigente del Partido de los Trabajadores, y ex presidente de Petrobras. Luego de los dichos de Simon, Gabrielli y otros legisladores, que directamente propusieron prohibir a las compañías norteamericanas extraer petróleo en Brasil, el gobierno, a través de su principal ministro político, Aloízio Mercadante, descartó postergar el crucial llamado a presentación de pliegos para explotar esos recursos en el litoral atlántico descubiertos por Petrobras.
Ese anuncio del ministro demostró que Dilma pretende impedir que la crisis con Washington desborde los límites de lo administrable y afecte su política de concesión de grandes áreas energéticas dentro de un régimen mixto, que establece la participación obligatoria de Petrobras.
Es decir: la tirantez entre Brasilia y Washington ya contaminó la política interna, y a nadie escapa que el sortilegio entre Rousseff y Obama es poco menos que cosa del pasado, y el nuevo tono de la relación estará signado por la desconfianza.
Una señal de los nuevos tiempos es que el flamante canciller Luiz Alberto Figueireido fue enviado a Washington, el miércoles, para pedir explicaciones a la asesora de seguridad de Obama, Susan Rice, quien al parecer no dijo nada de nuevo, agravando el descontento de Brasilia.
Paralelamente el ex canciller y actual ministro de Defensa, Celso Amorim, siempre indigesto para el Departamento de Estado, reapareció en escena durante la crisis con su proyecto de articular a los países de la región en la lucha contra el espionaje cibernético, tema que trató el jueves pasado en Buenos Aires junto a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner.
Todo lo anterior permite abonar la hipótesis de que el escándalo de espionaje, al tocar un tema tan delicado como el petróleo, representaría una bisagra en la política externa que, de aquí en más, ya no concederá el mismo peso a la aproximación con Washington, más allá de que la presidenta finalmente acepte el convite de Obama y realice la visita de Estado.
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