EL MUNDO › LA EXTREMA DERECHA DEL FRENTE NACIONAL ESTá A LAS PUERTAS DE CONVERTIRSE EN EL PRIMER PARTIDO DEL PAíS
Los ultras reciclaron un viejo discurso en los miedos de la modernidad, el racismo y las proclamas antisistema en un terreno fértil: ajuste, desempleo e inmigración. Por primera vez, aparecen en el primer puesto de un sondeo a escala nacional.
› Por Eduardo Febbro
Desde París
Los populismos de antaño están de moda. El candidato del partido de extrema derecha Frente Nacional (FN), Laurent Lopez, puso una medalla más en el tablero de esta corriente política: Lopez se impuso en las elecciones cantonales celebradas en la localidad de Brignoles, en el sureste de Francia. El FN derrotó a un frente republicano liderado por una candidata del partido conservador UMP. Esta victoria es un escalón más hacia una conquista que puede ser mucho mayor. Con un discurso viejo pero exitosamente reciclado en los miedos de la modernidad, el racismo y las proclamas antisistema, la extrema derecha francesa está en la frontera de convertirse en el primer partido de Francia, por encima de los llamados partidos de gobierno, el Partido Socialista y la conservadora UMP fundada por el ex presidente Nicolas Sarkozy. Hace cerca de 30 años, en 1984, el Frente Nacional irrumpió como un latigazo en la escena política francesa luego de obtener 10,95 por ciento de los votos en las elecciones europeas de ese año. Fue una hecatombe. Sin embargo, desde ese momento, su ascenso ha sido una curva ascendente: según una encuesta de opinión publicada por el semanario Le Nouvel Observateur, el Frente Nacional obtendría hoy 24 por ciento de los votos en las mismas elecciones. El FN se ubica así dos puntos por encima de la derechista UMP y cinco puntos arriba del gobernante Partido Socialista.
La encuesta excede en mucho la anécdota momentánea, porque su resultado marca un hito: es la primera vez en la historia que la extrema derecha aparece en el primer puesto de un sondeo a escala nacional. Las perspectivas de los ultras son tanto más alentadoras a medida que el horizonte electoral se acerca: a partir de marzo del año que viene se llevarán a cabo las elecciones municipales y europeas. No hay fórmula mágica: la extrema derecha, hoy liderada por la hija de su fundador, Marine Le Pen, terminará por completar en esas dos consultas su arraigo en todo el espectro del electorado nacional. Los analistas franceses llevan tres décadas equivocándose en la manera en cómo sitúan a la extrema derecha: fenómeno pasajero, voto sanción, crisis de la representatividad, desconfianza coyuntural, abandono de los sectores populares por parte de las grandes formaciones políticas, anti-europeísmo.
La lista de argumentos nunca ha acertado con la explicación global. El Frente Nacional ha dejado de ser el partido de una minoría para convertirse en el partido de todos: jóvenes, obreros, votantes comunistas, electores oriundos de la derecha clásica, del Partido Socialista, ejecutivos y agricultores. La época en la que sólo los fachos votaban por él pertenece al ámbito de las anécdotas. Sus ideas racistas se han banalizado en una Francia rica, donde se vive con un confort casi inigualado, donde las vacaciones son extensas, los derechos infinitos, el Estado: un protector consecuente, la educación gratuita, la salud subvencionada por el Estado y el seguro de desempleo un beneficio global. Como lo señalan en el brillante ensayo El misterio francés Emmanuel Todd y Hervé Le Bras, hay como dos Francias, una optimista y otra depresiva. La que vota por el FN es la depresiva, la miedosa. La banalización de las ideas de la extrema derecha le debe mucho también al comportamiento de los líderes de la derecha. Con tal de disputarle los votos, no dudan en hacer suyas las ideas, las arremetidas contra los extranjeros y los insultos de tono alto y baja calaña contra los inmigrantes. El PS tampoco se queda atrás: inmigración, seguridad y delincuencia ocupan hoy el vocabulario político nacional de manera recurrente. La agenda del FN se volvió con los años la agenda nacional. La arremetida violenta contra los gitanos, protagonizada por el actual ministro de Interior, Manuel Valls, no difiere en mucho de las incursiones verbales de la derecha.
“La probabilidad de que se vote por el Frente Nacional aumenta con el nivel de desigualdades”, observa Joël Gombin, politólogo y especialista de la extrema derecha. Ninguna fuerza política de oposición ha sido capaz de contrarrestar su influencia: ni los ecologistas, eternamente enredados en sus disputas adolescentes, ni la izquierda de la representada por Jean Luc Mélenchon. De manera engañosa, frente al consenso dirigente generalizado, el Frente Nacional aparece como la única alternativa verosímil de ruptura radical. Su plataforma ideológica es invariable: racista, anti-élites, antiglobalización, ultranacionalista y anti-europea. El cóctel funcionó como un canto de sirenas en una sociedad llena de miedos: a los árabes, a los africanos, a Europa, a los bancos, a los gitanos, a la velocidad del mundo, a la bolsa de valores, a la noche o a cualquier otra cosa imaginaria capaz de encarnar el miedo. En ese contexto donde todo lo “otro” infunde miedo, el leitmotiv de la extrema derecha, “la prioridad nacional”, suena como un código completo para conjurar los miedos y la crisis: Francia para Francia y los franceses. El politólogo y especialista de la extrema derecha Jean-Yves Camus comenta en las páginas del matutino Libération que “la prioridad nacional es la espina dorsal que estructura el programa del Frente Nacional”. Según Camus, “el Frente Nacional es Francia y sólo Francia en tres niveles de identidad para los individuos: local, nacional y de civilización”.
Desde que asumió la dirección del partido hace tres años, Marine Le Pen logró también desdiabolizar al movimiento e inscribirlo en la cotidianidad del sistema político. Ya nadie se escandaliza con sus discursos ni rehúsa participar en un debate televisivo como solía ocurrir con su padre, Jean Marie Le Pen. La heredera consiguió triplicar el número de militantes (70.000), diluir la imagen salvaje y violenta que rodeaba al partido y situarse por encima de los partidos tradicionales. Marine Le Pen emprendió otra batalla: rehúsa que el Frente Nacional sea catalogado como un partido de extrema derecha y suele arremeter contra la prensa y amenazar con procesos judiciales cuando alguien lo cataloga de esa manera. Su respuesta consiste en decir: no somos ni de izquierda ni de derecha, somos el partido del pueblo. “Del pueblo” quiere decir aquí contra las élites. Populista hasta la caricatura, la extrema derecha modernizada propone limitar los derechos sociales exclusivamente para los franceses, retrata una Francia en decadencia bajo el peso de la inmigración y el islam y fusila a las élites dirigentes. Con ese trío, consigue izarse allí donde nadie lo imaginaba. Emmanuel Todd resalta que el Frente Nacional “juega en dos casillas al designar a dos amigos: el enemigo de clase, la gente de arriba, los ricos, los poderosos, y un enemigo étnico, de abajo”. El auge de la extrema derecha es el síntoma de un gran desarreglo donde el debate sobre seguridad e inmigración pesa más que los temas trascendentes, donde los dirigentes corren asustados detrás de los electores de la ultra derecha imitando a sus líderes, donde el modelo económico europeo es de una austeridad de tumba, donde las políticas económicas no tienen distinción aunque gobierne la derecha o la social democracia. El terreno es fértil: recesión, austeridad, inmigración, desempleo, manoseos o dudas sobre la identidad. La sinfonía ultranacionalista recién empieza a interpretar la marcha de su retorno triunfante.
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