EL MUNDO › OPINION
› Por Marcelo Ciaramella *
Si fuéramos pasajeros de un ómnibus que recorre un camino de cornisa conducido por un chofer sordo a alta velocidad seguramente entraríamos en pánico y comenzaríamos a gritar desesperados. Pero seguramente llegará un momento en que nos daremos cuenta de que gritar no resuelve el problema e intentaremos que el chofer se detenga para bajarnos del ómnibus o reemplazar al chofer. Los tiempos que corren nos presentan situaciones que amenazan con romper el equilibrio del mundo y de los que habitamos en él.
Sin caer en tremendismos apocalípticos o infundados, es razonable la preocupación por cuestiones que se agudizan a pesar de las continuas advertencias de organismos y personas conscientes de los problemas. Esos mensajes y advertencias permanentes son como los gritos de los pasajeros que advierten que si el ómnibus no frena se va a estrellar, habrá muertos y heridos, y el vehículo se convertirá en chatarra para vender. La ONU y sus agencias, las ONG, los movimientos sociales, las organizaciones ecologistas o altermundistas, el Papa y otros tantos líderes mundiales viven dando advertencias, denunciando situaciones intolerables, señalando que este mundo se desplaza a gran velocidad por una cornisa. Pero los grandes responsables a nivel mundial –los países ricos, las corporaciones multinacionales, los organismos financieros– son como el chofer sordo que no suelta el volante, ni escucha los gritos, ni se preocupa por los pasajeros, ni cambia la ruta.
Con motivo de la Jornada Mundial de la Alimentación, que nos presenta “uno de los desafíos más serios para la humanidad: el de la trágica condición en la que viven todavía millones de personas hambrientas y malnutridas, entre ellas muchos niños”, el papa Francisco envió un Mensaje al Director General de la FAO. Sin ninguna duda el hambre de 870 millones de personas en un mundo de siete mil millones de habitantes donde la potencialidad productiva sería capaz de alimentar casi al doble, a 12 mil millones, es un dato tan escalofriante como incomprensible. “Es un escándalo que todavía haya hambre y malnutrición en el mundo”, dice el Papa. El mandato del sistema es acumular a cualquier precio, los fuertes prevalecen en el afán de acumulación y los débiles son las víctimas. La ley de la selva tiene sentido sólo en la selva. Pero el capitalismo neoliberal se sustenta básicamente en la premisa del mercado como espacio absoluto donde se decide el destino, donde mandan los fuertes que no sólo se enriquecen sino que también son los que ponen las reglas para que esta dinámica se perpetúe.
El endeudamiento impagable de los países pobres –trampa mortal inducida por los países ricos– genera hambre. Se calcula que Africa, actualmente, devuelve en concepto de intereses de la deuda una cantidad cuatro veces superior a la que recibe en la partida de ayudas para el desarrollo. Los acreedores, en general países ricos prestamistas, presionan de acuerdo con sus intereses para que los países pobres recauden para pagarles exportando las materias primas que producen. De ese modo –este sería otro elemento causal– los países endeudados pierden su soberanía alimentaria, es decir su capacidad de aplicar al consumo y necesidad propia los alimentos que producen al verse obligados a exportarlos. No obstante, muchos países pobres intentan destinar productos propios al consumo interno, pero el libre mercado los amenaza con productos importados mucho más baratos. Podríamos mencionar también la especulación financiera con los alimentos, en especial después de la crisis de 2008. Especular es buscar la ganancia por encima de darle al producto su destino final. Especular con alimentos significa muchas veces acaparar o retirar del mercado (e incluso tirar a la basura) alimentos para manipular el precio de acuerdo con la propia ganancia y no con la necesidad. A esto ha contribuido también el uso de materias primas para fabricar combustibles frente a la pronosticada escasez del petróleo. Los agrocombustibles han crecido en su rentabilidad y esto ha potenciado la especulación. A pesar de que contaminan 35 por ciento menos que los combustibles fósiles, para aumentar las tierras disponibles para producirlos ha crecido un 25 por ciento la deforestación. Estamos en la misma.
“Algo tiene que cambiar en nosotros mismos, en nuestra mentalidad, en nuestras sociedades”, destaca el papa Francisco, señalando que un “paso importante es abatir con decisión las barreras del individualismo, del encerrarse en sí mismos, de la esclavitud de la ganancia a toda costa; y esto, no sólo en la dinámica de las relaciones humanas, sino también en la dinámica económica y financiera global”.
Pero tendrá que haber un momento –tal vez ya estemos en él– en que nos demos cuenta de que gritarle a un sordo no surte efecto. Si el sordo indiferente no te escucha, al menos es importante que te vea, y le obstruyas el camino. Son necesarios los gestos, la rebeldía y la oposición. Algo de eso va surgiendo –aunque de modo caótico– en los “indignados”. Pero como Iglesia quizá no los estemos acompañando, miramos desde fuera como hemos visto desde fuera al mundo antes del Concilio Vaticano II. Pareciera que en el presente también nos es costoso implicarnos en búsquedas simbólicas de la justicia global y en manifestaciones de rebeldía colectiva pacífica contra la causa última de tantas desgracias. Es más frecuente ver a la Iglesia y sus miembros implicados en manifestaciones públicas sobre temas relacionados con la familia o la moral sexual. Cómo le cuesta a la Iglesia canonizar (aunque el pueblo muchas veces ya los venera en su religiosidad) a los santos rebeldes como Oscar Romero y tantos mártires latinoamericanos.
No basta con la suma de la moral individual, hay que elaborar respuestas colectivas. No nos bastan los documentos de la doctrina social, hemos de pensar y ejecutar acciones directas contra las causas del hambre, descartando la violencia pero asumiendo los riesgos de generar conflictos y de perder privilegios. No podemos pensar que sólo las colectas o los paliativos resolverán el problema gravísimo del hambre, más allá de nuestra fidelidad incondicional a estar cerca de los que sufren hambre: “tuve hambre y me diste de comer” (Mt, 25). Hemos de apoyar institucionalmente y participar en las iniciativas que existen en las redes de la economía social y solidaria, el cooperativismo, el comercio justo, etc., buscando construir un nuevo paradigma, el de la cooperación, la gratuidad, la reciprocidad, la solidaridad. Hemos de acompañar, apoyar y participar en los movimientos antiglobalización, el Foro Social Mundial u otras iniciativas regionales. Debemos superar también las barreras confesionales y elaborar estrategias de construcción social con todos los espacios sociales, religiosos o laicos que busquen lo mismo. Muy posiblemente muchas de estas iniciativas estén prontas a germinar y muchas ya van dando frutos. Pero para que tengan un efecto decisivo, deben tener raíces colectivas.
También pienso que el concepto de “comunión” en la Iglesia debiera ir más allá de la mera desobediencia de sus normativas canónicas. La comunión tiene que ver con el amor y la ruptura de la comunión tiene que ver con el pecado y la injusticia en especial contra los pobres. Ser responsables del hambre y la miseria es un pecado contra la comunión mucho más grave que apoyar el sacerdocio femenino. Hemos visto en Argentina tirar litros y litros de leche al suelo para protestar por el precio y acumular durante meses el grano en los silos. ¿Seríamos capaces de poner fuera de la comunión de la Iglesia a los responsables de estos atropellos si se confiesan cristianos?
La sordera no se cura con gritos, hay que rebelarse contra el chofer y evitar que el ómnibus se haga pedazos sino que siga su viaje.
* Grupo de Curas en la Opción por los Pobres.
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