EL MUNDO › OPINION
› Por Robert Fisk *
Ibamos en coche por la carretera principal de Homs, rápido, por supuesto, como exige la guerra de Siria, cuando en las afueras de Harasta, un suburbio de Damasco, un soldado del gobierno pidió que lo lleváramos a la ciudad. Siempre llevo a los soldados que hacen dedo, especialmente en tiempos de guerra –soldados egipcios, libaneses, israelíes, argelinos, cualquiera—, porque son por lo general pobres, a menudo están agotados, a veces tienen miedo. Y siempre quieren hablar.
Pero en esta ocasión, nuestro invitado se quedó en silencio. Pasamos kilómetros de ruinas suburbanas, las más grandes que vi fuera de la capital. Y entonces el soldado le dijo a mi chofer: “Soy uno de cuatro hermanos, todos en el ejército. Los otros tres murieron. Soy el único que queda”. Uno de cuatro. Me aseguré que había oído bien. ¿Qué dice esto acerca de las bajas en el ejército de Bashar al Assad?
Dejamos al soldado cerca de la antigua estación otomana de ferrocarril de Hiyaz y seguimos de la Plaza Umayyad al oscuro interior del Sheraton Hotel. Justo cuando me acerqué a la recepción a avisar que estaba de vuelta, una gran explosión resonó en el vacío vestíbulo de mármol. Una ronda de proyectiles de mortero rebeldes caía en Damasco. Uno cayó en la plaza y dejó a tres policías hechos pedazos. Lo repentino y la velocidad de esta guerra desgasta rápidamente.
La entrevista tan buscada pasa rápidamente de obligación a molestia, al final de un día en el que uno ve un MiG ir rumbo al norte a lanzar sus bombas contra objetivos rebeldes en Rankoos, a lo largo de la carretera desde la ciudad de Yabrud. Soldados de Assad, con una legión abundante de combatientes de Hezbolá llegados del Líbano, recapturaron la ciudad la semana pasada.
Me encuentro con un viejo amigo que sabe muy bien cómo anda la guerra. El ejército del gobierno perdió más de 30.000 soldados en tres años, más de una quinta parte del total de las muertes de un conflicto en que la mayoría de las víctimas son civiles, según los que se oponen a Assad. Pero el gobierno de Damasco ahora calcula que en los próximos tres años de servicio militar obligatorio reunirán una nueva generación de 20.000 soldados adicionales.
Hay algo que recuerda al general de la Primera Guerra Mundial Douglas Haig en esto de sumar tropas contando con soldados que aún están en la escuela. Pero, en cierto sentido, esta es una guerra distinta de las demás. Hay indicios intrigantes de que el conflicto está cambiando. Hay docenas de pequeños alto el fuego entre el resto de los desertores del fracturado Ejército Sirio Libre (ESL) y de sus ex compañeros de las fuerzas gubernamentales.
Ese es uno de los motivos por el que la batalla por Yabrud, la semana pasada, no se cobró tantas vidas como Assad nos quiere hacer creer. Cuando el ejército y Hezbolá capturaron Qusayr en la gran batalla anterior a lo largo de la frontera con el Líbano, los rebeldes huyeron a Yabrud. Así que cuando el gobierno rodeó Yabrud, pudieron llamar a los rebeldes por celular y hablar con ellos. “Liberen a las trece monjas cristianas secuestradas allí –les dijeron– y salgan de Yabrud en paz.” Los defensores se fueron para vivir y luchar de nuevo en la próxima batalla, en Rankoos. El ejército ganó y sigue siendo cada vez más formidable –Occidente afirma que hay criminales de guerra entre ellos– y la única institución siria en la que puede confiar Assad. El lo sabe. Cuando visitó lo que quedaba de Baba Amr, en Homs, los soldados rodearon al presidente con las consignas habituales de sacrificarse por la causa. Pero el propio Assad inmediatamente se acercó al equipo de la televisión estatal y ordenó cortar la secuencia del noticiero de la noche. Era una victoria del ejército, no suya.
Hace apenas unos meses, el Ejército Libre de Siria estaba tratando de lograr un acuerdo con el régimen, enviando intermediarios a Damasco. Todo se cayó cuando el ELS aceptó en Ginebra la oferta estadounidense de más armas. En esa conferencia los diplomáticos norteamericanos se quejaron por la insistencia de los opositores en volar a Suiza clase business a expensas de los contribuyentes estadounidenses.
Entre la oposición islamista hay un considerable debate, casi hostil, sobre el futuro. Una nueva facción de Al Qaida quiere que su pueblo deje Siria y vaya a luchar en Yemen, que está mucho más cerca de Arabia Saudita, sus campos petroleros y las ciudades santas. Esto sería mucho más relevante que despilfarrar recursos en las agrestes Siria e Irak. Al mismo tiempo, las nuevas relaciones de poder están congelando a Siria. El presidente Rohani visitó Omán, viejo amigo de Irán, y Qatar está empezando a permitir que su desprecio por Arabia Saudita supere su entusiasmo por la guerra contra Assad. Si es cierto que se pagaron sesenta millones de dólares por la liberación de las monjas, entonces el emir de Qatar le estaba haciendo un favor a Assad.
Y no sin razón. Los estadounidenses abandonaron la guerra siria como una causa perdida. Los Estados Unidos se irán del Golfo. Pueden cerrar la mayor parte de sus enormes bases aéreas en Qatar, dejando al emir expuesto a la codicia territorial de sus hermanos árabes. ¿Quién más lo va a cuidar, que no sea Omán, los otros pequeños Estados del Golfo y el ex gendarme del Golfo, Irán? Con la garantía de elecciones “justas” en Siria de los rusos, los iraníes y los qataríes, ¿quién mejor para reconstruir el país de Assad que Irán y Rusia, respaldados por la riqueza de Qatar? Hasta podrían invitar a trabajadores de Crimea para que le den una mano.
* De The Independent. Especial para Página/12.
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