EL MUNDO › OPINIóN
› Por Emir Sader
Había algunos equipos favoritos, ninguno que se destacara más que los otros. Aun así, ya en su primera fase, el Mundial de Brasil trajo muchas sorpresas. La primera, la eliminación precoz de España, aunque había señales de que el mejor momento del equipo ya había pasado. Que Inglaterra también saliera luego era menos sorpresivo, pero aun así sorprendió. Y, positivamente, Costa Rica, en el grupo más difícil, fue una gran sorpresa.
Brasil y Argentina no han jugado un gran fútbol todavía, Alemania y Holanda han comenzado muy bien, pero no han mantenido el nivel, mientras que Francia ha mejorado mucho. Pero la sorpresa más grande del Mundial de Fútbol de Brasil fue otra: cualquiera fuera la opinión de cada uno sobre los favoritos, había una certeza. Era la de que el Mundial sería un caos.
Las fuentes parecían seguras: el consenso de los medios brasileños emitía señales alarmistas sobre todo. Corresponsales que venían ya con esas informaciones, parecían confirmarlas in situ. Todo hacía prever lo peor.
Los estadios no estarían listos (la revista semanal brasileña de mayor circulación, Veja, dijo en la tapa, literalmente, que por el ritmo de las obras los estadios sólo estarían listos para 2038). No se podía imaginar cómo sería posible asistir a partidos en 18 estadios en proceso de construcción. Habría problemas de todo tipo.
En los aeropuertos, entonces, ni hablar: reinaría lo que los medios opositores –prácticamente todos lo son– llaman “caos aéreo”. No estarían listas tampoco las obras de los aeropuertos, los vuelos no darían cuenta de la demanda, habría retraso de los viajes, las personas perderían los partidos, etcétera.
El transporte sería un obstáculo fundamental para que las cosas funcionaran bien. Embotellamientos, micros que no llegarían, equipos que se retrasarían para los entrenamientos y para los mismos juegos. Hinchas sin posibilidad de desplazarse, un caos terrestre.
Las manifestaciones, con gran participación popular y enfrentamientos diarios con la policía, poniendo en riesgo la realización de los partidos y la llegada de la gente a los estadios, serían el escenario seguro que marcaría el Mundial de Brasil. Los cámaras y fotógrafos venían con la indicación precisa de seguir con más énfasis esos choques que los mismos partidos.
Y las sorpresas que se llevaron las personas que fueron llegando: los aeropuertos funcionan muy bien, prácticamente no hay retrasos de vuelos, todo lo contrario de lo que se anunciaba como caos aéreo. Los 18 estadios, todos listos, muy bonitos, admirados por todos los que han venido, permiten que Brasil tenga el mejor conjunto de estadios en el mundo. El transporte terrestre funciona igualmente muy bien, todo como es necesario.
En cuanto a las manifestaciones, fueron cada vez más chicas, más inexpresivas, a tal punto que ni los medios internacionales se ocupan de ellas. La visión política de un país en crisis social abierta se desvaneció en poco tiempo. La declaración del Ministerio de Relaciones Internacionales de Alemania de que Brasil sería “un país de alto riesgo” suena ridícula. Los jugadores alemanes y la hinchada de ese país son de los que más se divierten, sin ningún problema.
La operación política de generar una imagen caótica de Brasil tuvo el efecto boomerang. Como la gente llegaba con la peor de las expectativas, todos elogian todavía mucho más todo lo que ven por aquí. Y se confirma lo que dijo Lula: tienen un encuentro extraordinario con lo que de mejor tiene Brasil, su pueblo.
Cualquiera que sea el resultado del Mundial, Brasil ya ganó, fuera del campo, el Mundial de 2014. Dio vuelta una odiosa campaña –consciente de parte de los que discrepan de las políticas del gobierno brasileño, ingenua de parte de los que simplemente han reproducido lo que los grandes medios internacionales decían– en su contra y sale con su imagen fortalecida de la Copa del Mundo.
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