EL MUNDO › CASI CUATRO MILLONES DE PERSONAS MARCHARON EN TODO EL PAíS CONTRA LA VIOLENCIA FANáTICA Y POR LA LIBERTAD; UN MILLóN Y MEDIO EN PARíS
El equipo de Charlie Hebdo que sobrevivió al ataque abrió la movilización ciudadana. No faltaron los que eran adeptos al semanario ni quienes lo detestaban. Se trató de una mayoría republicana, multiconfesional, contra una minoría enceguecida.
› Por Eduardo Febbro
Página/12 En Francia
Desde París
No cabe en las cuentas, en las estadísticas, en los métodos para contarlos: sólo cabe en las páginas de la historia política del siglo XXI. París desapareció bajo la multitud que desbordó sus calles, sus bulevares, que pobló de miles y miles de dibujos y slogans el recorrido que une la Plaza de la República con la Plaza de la Nación. La prefectura de París no pudo establecer un conteo coherente de las personas que inundaron la capital unidas en un sentimiento transparente de pertenencia a una raíz común, la libertad. Casi cuatro millones de personas desfilaron en toda Francia, un millón y medio en París, por la libertad de expresión y contra el terrorismo. Nunca visto, un episodio masivo e inédito, tejido de silencios, aplausos, lágrimas, respeto y emoción. La mayoría republicana, multiconfesional, contra una minoría enceguecida. “No en mi nombre”, dice un cartel que un manifestante musulmán levanta sobre su cabeza. “No hay libertad sin coraje”, dice otro. “Estoy de duelo, no en guerra”, clama un tercero. Sobre el suelo de la Plaza de la República alguien escribió: “Hizo falta que ocurriera lo que pasó en Charlie Hebdo para que nos sintiéramos unidos. Continuemos”.
No faltó nadie en esta movilización ciudadana. Ni los que eran adeptos del semanario Charlie Hebdo ni quienes lo detestaban. Las escenas de la capital francesa se repitieron en todas las ciudades del país, en las localidades pequeñas o grandes. Sólo la presencia de incómodos responsables políticos venidos de varias partes del mundo puso una nota paradójica a esta marcha por la libertad. Entre los 60 jefes de Estado o de Gobierno que viajaron a París había mastodontes de la antidemocracia, reyes de la opresión, representantes del amordazamiento de la libertad de la prensa o políticos con las manos sucias por la corruptela: Mariano Rajoy, el presidente del gobierno español; el primer ministro Turco, Ahmet Davutoglu; Ali Bongo, el presidente de Gabón, gran perseguidor de las libertades públicas; Viktor Orban, el jefe del gobierno húngaro conocido por sus leyes restrictivas contra la libertad de la prensa; el rey Abdallah II de Jordania –otro eximio estrangulador de la libertad de expresión– o Sameh Choukryou, el canciller de Egipto, representante de un Estado que es la perla negra de la represión política.
El equipo de Charlie Hebdo que sobrevivió al ataque abrió la marcha. A muchos, como al dibujante Luz, les hubiese gustado salir a la calles con caricaturas de Nicolas Sarkozy –estaba en primera línea, no lejos de François Hollande–, de Benjamin Netanyahu, de Abdallah II de Jordania. Sin embargo, una imagen fuerte se impone a las demás: la presencia, a la cabeza del cortejo parisino y apenas separados por cuatro dirigentes políticos, del primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y del presidente de la Autoridad Palestina, Mahmud Abbas. Junto a ellos también caminaron el presidente francés, François Hollande; la canciller alemana, Angela Merkel; el primer ministro británico, David Cameron; los primeros ministros de Portugal, Bélgica, Grecia; el presidente de Mali, Ibrahim Bubacar Keita, y el secretario de Justicia de EE.UU., Eric Holder, quien declaró: “Hoy somos todos ciudadanos franceses”. Más realista, David Cameron admitió que “la amenaza jihadista estará entre nosotros durante muchos años”.
El ex presidente norteamericano George W. Bush respondió con bombas e invasiones a los ataques del 11 de septiembre (Afganistán e Irak). La sociedad francesa, con la fuerza colectiva y lápices elevados hacia el cielo. Bruno Le Maire, un ex ministro de Agricultura de la derechista UMP, comentó: “Hoy los franceses dicen que esto no puede continuar. Son nuestros hijos a quienes mataron, son el producto de nuestra sociedad”. La otra imagen fuerte de este día histórico fueron las lágrimas y los abrazos en plena calle que intercambiaron Hollande con Patrick Pelloux, doctor y redactor del semanario satírico que salvó su vida porque llegó tarde a la reunión de redacción, y fue el primero en socorrer a las víctimas. “Todo es tan extraño como bello. El calor de tanta gente, este pueblo unido con calma por la libertad de expresión. Creo que es el primer día de algo”, dijo Pelloux. Y ese “algo” aún no está formulado. Es una masa sin cuerpo. Hay que distinguir dos fronteras: la de la gente y la dimensión política. La primera fue una reacción unánime ante algo vivido como un acto de suprema barbarie, como un atentado contra esa “igualdad, libertad, fraternidad” que componen el triángulo del simbolismo cívico francés. “De pronto me siento igual que cuando ganamos el Mundial de Fútbol en 1998 y todos nos sentíamos semejantes, hermanos. Sólo que esta vez la hermandad la plasmó un atentado sangriento”, dice Antoine, un padre de 52 años, casado con una marroquí, que tiene tres hijos a quienes trajo a la manifestación para que “valoren lo que es la libertad de expresión, para que entiendan cómo sería Francia si esa libertad no existiera”.
Lo segundo, lo político, está por verse. Las presiones sobre el Ejecutivo de Hollande para que tome medidas represivas y asuma de forma pública una política distinta en materia de inmigración son fuertes. La derecha, por el momento, está en la mordaza de la emoción del país y no puede sacar muy rápido sus garras para disputarle a Hollande la legitimidad ganada en estos días y a la extrema derecha su electorado. El líder histórico de la extrema derecha, Jean Marie Le Pen, dijo hace dos días “yo no soy Charlie” y calificó de “payasos” a la multitud que llenó las calles de París. La voz de Le Pen es por el momento inaudible, meramente anecdótica. Francia se apoya en sí misma, en la emoción y el dolor que la vuelca a una unión instantánea, sin demandas o interrogantes que estructuren el futuro. Se apoya en el asombro a la hora de descubrir que su propia sociedad puede albergar en sus entrañas seres capaces de cometer actos semejantes. Desde hace cinco días todo lo que ocurre no tiene precedentes: el asalto a Charlie Hebdo, los doce asesinatos, el secuestro de decenas de personas en un supermercado judío de París, los cuatro rehenes muertos, las manifestaciones cotidianas y, al fin, esta inmensa convergencia entre millones de individuos que supieron sobreponerse al odio primario, a la reacción violenta, al racismo, para unirse en la defensa de un ideal ensangrentado: la libertad. “Charlie” y “Libertad” fueron las palabras más pronunciadas por los manifestantes.
Ni Islam, ni musulmanes, ni inmigrantes, ni extranjeros o inmigración. Libertad, sólo libertad. El clima de reconciliación dio lugar incluso a escenas impensables en un país protestón y rebelde como Francia. La gente, por lo general hostil a las fuerzas del orden, les rindió un homenaje multitudinario por el trabajo que realizaron en los casi tres días que duró la investigación. Acostumbrados a los silbidos y a los insultos, los policías, las fuerzas antimotines, se vieron sumergidas por los aplausos, las rosas regaladas y los pedidos de autógrafos.
El sufrimiento creó una magia conciliadora y, al mismo tiempo, corrió el telón de algo que se había quedado oculto entre los pliegues de la crisis y la globalización, entre los debates y los manoseos políticos, entre el clima mundial, los rencores humanos, el desempleo, las dudas sobre Europa y la identidad nacional: restauró la noción de libertad y de pueblo, la conciencia de una pertenencia colectiva a ciertos valores de raíz con los cuales vivían sin darse cuenta. Mientras el mundo los admira por muchas razones, los franceses llevan años dudando de sí mismos, de su sociedad, de sus contenidos. “Somos un pueblo”, tituló el matutino Libération en su edición de Internet. Francia se reencontró a sí misma. París fue por un largo y sincero momento la capital del dolor y del reencuentro. El horror hipnotizó a Francia y a París durante varios días. El mismo horror quebró la indiferencia y arrojó a una sociedad entera a sus propios brazos para llorar y mirarse, al fin, a los ojos. Aquellos días de cines cerrados, de metros evacuados, de sirenas alocadas y comercios con las cortinas bajas parecen estar en otra dimensión de la realidad. Anette, una mujer de 65 años que consiguió un permiso especial para salir unas horas del hospital en donde estaba internada, dice, abrazada a su familia: “No olvidamos ni olvidaremos nunca lo que pasó. Pero hoy, con estos abrazos y estas lágrimas que derramamos, empezamos a ser de nuevo y a reivindicar lo que construimos juntos”. Este horrendo episodio deja abiertas muchas lecturas posibles y varios futuros inciertos. La prensa mundial empieza a titular sus ediciones con sonoras frases que dicen: “París, capital mundial contra el terror” (El País). Es mucho más que eso. Prueba de ello son los muchos nombres que se le pusieron a la manifestación de este domingo, los más frecuentes fueron “contra el terror” o “por la libertad de expresión”. El domingo, millones de personas eligieron el segundo.
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