Martes, 30 de junio de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Atilio A. Boron
Pasaron poco más de seis meses desde el histórico anuncio realizado conjuntamente por los presidentes Barack Obama y Raúl Castro, el 17 de diciembre pasado. Dado que no es Cuba quien acosa a Estados Unidos sino Washington quien bloquea a la isla caribeña, parece oportuno indagar sobre lo ocurrido con esa política, que viene siendo repudiada por la comunidad internacional con cada vez mayor fuerza. Al hacerlo, no deja de sorprender que en lo tocante al bloqueo la situación permanece sin mayores cambios. Ha habido varias rondas de conversaciones tendientes a normalizar las relaciones cubano-norteamericanas, pero, hasta ahora, los gestos y las decisiones concretas que tiene que tomar la Casa Blanca han sido escasos y de poca monta. Peor aún, el día previo al del anuncio el Departamento del Tesoro sancionó al Commerzbank de Alemania con una multa cercana a los mil millones de dólares por realizar operaciones financieras con Cuba. La decisión de eliminar a ese país de la lista de países patrocinadores del terrorismo –lugar en el que había sido absurdamente incluido desde los años de Ronald Reagan, en 1982– puede facilitar el relanzamiento de las relaciones económicas pero, hasta ahora, es muy poco lo que se ha hecho.
Del lado norteamericano se dice que el Congreso no acompaña las políticas de la Casa Blanca y que obstaculiza el avance del proceso de normalización. Sin embargo, un equipo de abogados estadounidenses ha demostrado que existe un amplio campo de atribuciones en manos del Ejecutivo y que si Obama quisiera podría impulsar algunas decisiones que reducirían significativamente los perniciosos efectos del bloqueo. A título meramente ilustrativo, argumentan que podría autorizar el establecimiento de conexiones aéreas regulares servidas por transportadores de Estados Unidos y Cuba o que los visitantes norteamericanos a la isla pudieran traer de regreso, para uso personal o como regalos, toda clase de bienes producidos sin limitaciones discriminatorias (en relación con lo permitido para otros países) según el tipo de artículos (ron, tabaco, etcétera) o el valor de los mismos; posibilitar el establecimiento de relaciones de corresponsalía entre instituciones bancarias de ambos países; eliminar o atenuar, para ciertos productos estadounidenses, la necesidad de que Cuba pague sus compras “en efectivo y por anticipado”; autorizar el uso de dólares norteamericanos en las transacciones comerciales que realicen las empresas cubanas y facilitar las operaciones de “clearing” a través del sistema bancario estadounidense; suprimir la política de “veto a Cuba” en las instituciones financieras internacionales a la hora de aprobar créditos o donaciones a la isla; abolir la prohibición que impide a barcos que hayan transportado cargas desde o hacia Cuba amarrar en puertos de los Estados Unidos antes de 180 días después de abandonar un puerto cubano, así como autorizar a navíos que transporten bienes o pasajeros hacia o desde Cuba ingresar a puertos de los Estados Unidos; otorgar una licencia general que permita el flujo sin límites y frecuencias de remesas destinadas a individuos u organizaciones no gubernamentales radicadas en Cuba, incluyendo pequeñas granjas; facilitar la exportación de equipos informáticos y software de origen estadounidense a Cuba, así como materiales dedicados al desarrollo de la infraestructura de telecomunicaciones; autorizar a ciudadanos de Estados Unidos a recibir tratamientos médicos en Cuba, la exportación de medicinas, insumos y equipos para la atención de pacientes cubanos o para facilitar la producción biotecnológica de la isla y permitir el ingreso a Estados Unidos de medicamentos cubanos para su venta en ese país. Este listado, que podría extenderse con muchas otras medidas, es suficientemente ilustrativo de que es posible aminorar el criminal impacto del bloqueo si hubiera la voluntad política de sentar sobre nuevas bases las relaciones entre Estados Unidos y Cuba. La gran pregunta es: ¿por qué no lo hace?
Podría conjeturarse que la pasividad de Obama es una estrategia para debilitar a Cuba y negociar desde una posición de fuerza la normalización de las relaciones diplomáticas o para apaciguar a sus críticos de derecha, tanto dentro de su propio partido como entre los republicanos; o que la maquinaria burocrática del Estado impone ritmos y erige limitaciones a lo que el ocupante de la Casa Blanca quiera hacer, como lo demuestra su incapacidad para cerrar la cárcel de Guantánamo a pesar de sus promesas de campaña; o una combinación de todo lo anterior. Pero lo cierto es que, cualesquiera que fueren las razones por las que Obama no hace uso de sus atribuciones, el bloqueo sigue su curso ocasionando graves daños a la economía cubana y provocando crueles sufrimientos a su población. Tal vez en el fondo de esta política se encuentre la ilusión de que la permanencia del bloqueo y la irritación que éste produce precipitarán un estallido de protesta popular que ponga fin a la Revolución Cubana. Hace más de medio siglo que Washington adhirió a esa estúpida creencia, refutada por la historia, pero sabemos que una de las cosas que distinguen al imperio es su enfermiza obcecación por apoderarse de Cuba, una ambición hecha pública en los albores de la república norteamericana por John Adams, el segundo presidente de ese país, cuando en junio de 1783 declaró la necesidad de anexar la isla caribeña a los Estados Unidos. Dado que Obama aclaró que la normalización de relaciones bilaterales no significa que su país abandone la idea de producir un “cambio de régimen” en Cuba para, según él, facilitar el advenimiento de la democracia y la libertad en la isla –preguntemos: ¿como en Libia, Irak, Siria, Honduras?–, no sería de extrañar que su actitud fuera expresión de aquella prepotente necesidad sentida por Adams hace ya más de dos siglos y que el actual ocupante de la Casa Blanca no se atreve a desechar pese a su inmoralidad y a su insalvable anacronismo. A seis meses del anuncio del 17 de diciembre pasado, Obama podría haber hecho algo más. Aunque nomás sea por respeto a sus propias palabras.
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