Mar 04.11.2003

EL MUNDO

Deseo y freno para el magnate

Putin actuó contra las aspiraciones políticas de Jodorkovsky, quien rompió el pacto de los oligarcas de sólo dedicarse a los negocios.

Por Pilar Bonet y Rodrigo Fernández*
Desde Moscú

Al final de la era de Boris Yeltsin, los oligarcas mandaban en Rusia y se comportaban a su antojo en el Kremlin. Con esta situación se encontró el presidente ruso, Vladimir Putin, al llegar al poder, y decidió ponerle fin. Para ello propuso a los oligarcas un pacto según el cual podrían dedicarse tranquilamente a los negocios siempre y cuando no entraran en política. El magnate Mijail Jodorkovsky, detenido hace más de una semana, se atrevió a desafiar ese pacto, aunque podía haber previsto que el Kremlin no lo perdonaría, como no ha perdonado a otros a quienes ha seguido persiguiendo.
Corrían los años 1995 y 1996 cuando salieron a subasta la mayoría de las petroleras y empresas de materias primas, base de la economía rusa, que fueron prácticamente regaladas y, para más burla, con préstamos estatales que ni siquiera fueron devueltos. En esas subastas se privatizaron las petroleras Yukos y Sibneft –que cayeron en manos de Mijail Jodorkovsky la primera y Boris Berezovski la segunda, para después pasar esta última a poder de Roman Abramovich– o el gigante Norilsk-Niquel, de Vladimir Potanin, por nombrar sólo algunas.
A principios de 1996 (a cinco meses de las elecciones), la popularidad de Yeltsin estaba por los suelos: las encuestas le daban un 2 por ciento de apoyo. Fue entonces cuando un grupo de nuevos ricos que ya habían sido bautizados como “oligarcas” –Piotr Aven, Berezovski, Mijail Fridman, Vladimir Gusinski, Jodorkovsky, Vladimir Potanin y Alexandr Smolenski– decidieron reunirse urgentemente en Davos para resolver lo que se podía hacer. Allí, en febrero, decidieron que debían apoyar a Yeltsin contra viento y marea para evitar el triunfo de los comunistas. Conseguida la victoria, pidieron su recompensa.
El pacto de armonía que los oligarcas suscribieron ante el peligro comunista duró poco. En 1997, los viceprimeros ministros Anatoli Chubais y Boris Nemtsov –líder de la Unión de Fuerzas de Derecha y uno de los pocos que se atreve a criticar abiertamente a Putin– trataron de cambiar las reglas de juego, abandonar la práctica viciosa de las subastas ficticias –las empresas públicas eran casi regaladas, y el ganador de las subastas era elegido de antemano en pago por servicios prestados– y de este modo lograr que el Estado recibiera un dinero real por las empresas en venta.
La subasta elegida fue la de Sviazinvest. Las cosas no salieron tan bien como querían los jóvenes reformistas –el precio dado por parte de la compañía de comunicaciones fue inferior al esperado–, pero al menos Sviazinvest fue adjudicada al que ofreció más dinero, en este caso Potanin, que derrotó a Gusinski y Berezovski. Como resultado estalló una auténtica guerra entre los oligarcas, que empezaron a sacar todos los trapos sucios.
Rusia es hoy una economía de mercado en la que el sector privado representa, como mínimo, el 70 por ciento del PBI. Esto ha sido posible gracias a un doloroso proceso de privatización que se inició en 1992 y en el transcurso del cual más de 140.000 empresas dejaron de ser estatales. La inexperiencia, la codicia, la recompensa política y la amistad con la familia del anterior presidente, Boris Yeltsin, marcaron este proceso que ha causado un profundo trauma en la sociedad rusa.
Tras la discusión sobre cómo había que privatizar los bienes del Estado para acabar rápidamente con la economía socialista y pasar a una de mercado, en agosto de 1992 se llegó al reparto de los bonos de privatización. Este esquema, que fue vendido a la población como una distribución equitativa de la riqueza estatal, tenía un fin claramente definido por el ideólogo de las privatizaciones, el viceprimer ministro de entonces, Anatoli Chubais. Más tarde fue jefe de la administración del enfermo Yeltsin y nuevamente vicejefe de gobierno.
Se trataba de terminar, a la mayor brevedad posible, con la propiedad socialista y crear una capa de propietarios privados y de gente asociada alas nuevas empresas que estuviera vitalmente interesada en el nuevo sistema: el capitalismo.
Profundo trauma
Esta primera etapa, que abarcó miles de empresas pero no las joyas de la corona causó un profundo trauma en el pueblo ruso, que se siente vilmente engañado: los bonos de la gente cayeron en manos de siniestros fondos y sirvieron para la acumulación del primer capital por parte de los nuevos ricos. Aquellos fondos, auspiciados por el gobierno, desaparecieron junto con los bonos, esa cuota de propiedad estatal repartida entre la población.
Fue durante ese proceso de robo al pueblo que surgieron los primeros millonarios rusos. Por ello, para la gente de a pie, Chubais es la encarnación de la gran estafa y el creador de los nuevos ricos, de ahí el odio visceral que le tienen. Chubais, que después de dejar el gobierno pasó a dirigir el monopolio de la electricidad con el fin de acabar de reformar esa esfera y privatizarla en parte, no se arrepiente de su actuación, pues considera que cumplió su meta: crear a gente interesada en la economía de mercado.
Si los desastres de esa primera etapa pueden atribuirse a la inexperiencia o a la prisa por romper con la economía socialista, las deformaciones de la segunda ya estaban dictadas por las ambiciones personales de los nuevos dirigentes, quienes, como dice el presidente Vladimir Putin, “designaron millonarios” a sus amigos.
Oligarcas perseguidos
Los oligarcas rusos han corrido diferente suerte. Vladimir Gusinski, que osó enfrentarse a Vladimir Putin en 1999 y apoyar a sus rivales en las presidenciales, fue encarcelado, después obligado a abandonar el país y privado de su imperio de medios de comunicación. Boris Berezovski, el hombre que en 1999 apostó por el entonces casi desconocido Putin, se le enfrentó después y trató de organizar una oposición al nuevo régimen.
Berezovski culpó a los servicios secretos rusos de haber organizado las explosiones de viviendas que dejaron centenares de víctimas en 1999 y que, según muchos, sirvieron de pretexto a Vladimir Putin para lanzar la segunda guerra contra Chechenia. Berezovski se fue del país y se instaló en Londres.
Jodorkovsky, que trataba de crear una fuerza política de peso para 2008, ha sido encarcelado, Piotr Aven y Mijail Fridman, conocidos en España por haber fletado el “Prestige”, siguen boyantes al igual que Vladimir Potanin.
Roman Abramovich se convirtió en multimillonario gracias a su amistad con Tatiana, la hija de Yeltsin. Saltó a la fama después de comprar el equipo de fútbol inglés Chelsea.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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