EL MUNDO › OPINIóN
› Por Boaventura de Sousa Santos *
El mayor problema de Europa no es Grecia. Es Alemania. Hace poco más de dos años (3 de mayo de 2013) publiqué un texto titulado “El Diktat alemán”, en el cual describía las justificaciones dadas por Alemania en el inicio de la Primera Guerra Mundial para las atrocidades que cometió contra un pequeño país, Bélgica, que se negaba a colaborar con sus designios bélicos. El modo destempladamente cruel como Alemania se está vengando de un acto de desobediencia de otro pequeño país, Grecia, nos obliga a examinar la historia reciente de Europa y, a partir de ella, pensar nuestro futuro común.
No se trata de desenterrar fantasmas enterrados hace mucho tiempo y menos de alentar supuestos sentimientos antigermánicos que sólo podrían accionar, por oposición, sentimientos filogermánicos. Eso sucedió hace 70 años y las discusiones que hubo de poco valieron a los pueblos europeos (y no europeos) masacrados por una guerra cruenta. Se trata solamente de repasar las soluciones que fueron dadas al problema alemán después de la Segunda Guerra Mundial, de analizar sus límites e imaginar otras soluciones posibles.
El problema alemán siempre fue el de ser demasiado grande para Europa y demasiado pequeño para el mundo. Por un lado, el expansionismo de los imperios alemán y austro-húngaro; por otro, una de las más pequeñas potencias coloniales europeas, con un corto período colonialista (1884-1919), y sin dejar siquiera la lengua alemana entre los colonizados, al contrario de lo que sucedió con las otras potencias europeas. Para no hablar de la guerra franco-prusiana (1870-1871), dominada por el deseo de Bismarck de unificar Alemania bajo la égida de Prusia y por el temor de Francia de que el resultado fuese un excesivo dominio alemán sobre Europa, la arrogancia bélica de Alemania en las dos guerras mundiales del siglo XX causó una devastación sin precedentes. Sólo en la Segunda Guerra Mundial murieron 60 millones de personas, el tres por ciento de la población mundial de entonces. En 1945, la solución encontrada para contener el problema alemán fue la división de Alemania: una parte bajo control soviético y otra bajo control occidental. Esta solución fue eficaz mientras duró la Guerra Fría. Con la caída del Muro de Berlín (1989) y la subsecuente reunificación alemana hubo que encontrar otra solución.
Debe notarse que la reunificación alemana no fue diseñada como un nuevo Estado (como muchos demócratas de Alemania Oriental querían), sino como una ampliación de Alemania Occidental. Ello condujo a pensar que la solución estaba finalmente dada desde que en 1957 se creara la Comunidad Económica Europea (más tarde Unión Europea), con la participación de Alemania Occidental y con el objetivo, entre otros, de contener el extremo nacionalismo alemán. La verdad es que esta solución funcionaba “automáticamente” en tanto Alemania estuviese dividida. Después de la reunificación, tal solución dependería de la autocontención de Alemania. Esta autocontención fue durante los últimos 25 años el tercer pilar de la construcción europea, siendo los otros dos el consenso en las decisiones y la progresiva convergencia entre los países europeos. El modo como fue siendo “profundizada” la UE reveló que los dos primeros pilares estaban cediendo y que la creación del euro dio un golpe final en el pilar de convergencia. La importancia trascedente de la crisis griega es la de revelar que el tercer pilar también colapsó.
Debemos a los griegos el trágico mérito de mostrar a los pueblos europeos que Alemania no es capaz de autocontenerse. La nueva oportunidad dada a Alemania en 1957 acaba de ser desperdiciada. El problema alemán está de vuelta y no augura nada bueno. Y si Alemania no es capaz de autocontenerse, los países europeos tienen que hacerlo rápidamente. El antiguo canciller alemán Helmut Schmitt vio este peligro con impar lucidez al afirmar hace muchos años que, para su propio bien y el bien de Europa, Alemania no debería ni siquiera intentar ser el primero entre iguales. Mal podía imaginar él que Alemania se convertiría en pocos años en el primero entre desiguales. Y no nos tranquiliza pensar que la Alemania de hoy es una democracia, si esa democracia es über alles (por encima de todo).
No olvidemos que la terapia de imposición violenta ejercida hoy contra Grecia fue practicada antes contra una región derrotada de Alemania, la Alemania Oriental, durante el proceso de reunificación. Y de facto estuvo dirigida por el mismo personaje, Wolfgang Schäuble, entonces ministro del canciller Helmut Kohl. La diferencia crucial fue que, en ese caso, la furia financiera de Schäuble tuvo que ser políticamente contenida por tratarse del mismo pueblo alemán. Los griegos y, de aquí en adelante, todos los europeos pagarán caro no ser alemanes. Esto a menos que Alemania sea democráticamente contenida por los países europeos.
No veo muchas ventajas en reaccionar defensivamente ante el regreso del soberanismo. En verdad, el soberanismo está ya instalado en Europa, sólo que bajo dos formas: el soberanismo ofensivo de los fuertes (encabezado por Alemania) y el soberanismo defensivo de los débiles (procurado por los países del sur a los que se junta, todavía medio aturdida, la propia Francia). En el contexto europeo, el soberanismo o el nacionalismo entre desiguales es una invitación a la guerra. De ahí que, por más tenue que sea la posibilidad de éxito, hay que tratar de reconstruir la Unión Europea sobre bases democráticas: una Europa de los pueblos donde dejen de dominar burócratas grises y no electos al servicio de los clientes más fuertes, ante la distracción fácil de representantes democráticamente electos pero políticamente desarmados.
Estas soluciones no resolverán todo, pues el problema alemán tiene otras dimensiones, principalmente culturales e identitarias, que se revelan con particular virulencia en relación a los países europeos del sur. En una carta dirigida a su amigo Franz Overbeck, el 14 de septiembre de 1884, Friedrich Nietzsche reprendía el “mediocre espíritu burgués alemán” por su prejuicio contra los países del sur de Europa: “Frente a todo lo que viene de los países meridionales asume una actitud entre la sospecha y la irritación, y sólo ve frivolidad... Es la misma resistencia que experimenta en relación a mi filosofía... Lo que detesta en mí es el cielo claro”. Y concluía: “Un italiano me dijo hace poco: ‘En comparación con lo que nosotros llamamos cielo, el cielo alemán es una caricatura’”. Traducido a los tiempos de hoy, es crucial que los europeos del sur convenzan a los alemanes de que el cielo claro del sur no está solamente en las playas y el turismo. Está también en la aspiración de respeto por la diversidad como condición de paz, de dignidad y de convivencia democrática.
* Doctor en Sociología del Derecho. Traducción de José Luis Exeni Rodríguez.
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