EL MUNDO
› UNA VISITA AL CORAZON DE LA BOLIVIA INSURGENTE QUE DERROCO A SANCHEZ DE LOZADA
Guerra de gas, agua, petróleo... y de coca
Bolivia podría parecer, a primera vista, un territorio digno del “realismo mágico” de la novela latinoamericana. Y lo es, hasta cierto punto. En esta nota, un enviado de Página/12 cuenta lo que vio y oyó en medio de una sociedad fragmentada e injusta.
› Por Eduardo Febbro
Multinacionales que pugnan por el gas boliviano y el petróleo, otras por los suministros de agua y electricidad, cultivadores de coca aymaras con laboratorios secretos, otros asediados por los sindicatos campesinos, los narcos y el gobierno que quiere erradicar los cultivos de coca, militares bolivianos teledirigidos por Washington e iglesias que se combaten entre sí para ganar el corazón de los indígenas, Bolivia es un explosivo terreno de disputas entre varios actores que mueven sus hilos desde las sombras de las embajadas, las sedes de las multinacionales o los pasillos del Vaticano. Guerra del gas, guerra del agua, guerra del petróleo, guerra de la coca y guerra de las religiones forman una antagónica figura que explica en mucho el colapso del país andino.
“En este país las cosas son tan impensables que cuando la compañía francesa Lyonaise des Eaux compró el suministro de agua de La Paz organizó una reunión entre antropólogos bolivianos para ver cómo se podía hacer para que los indígenas se bañaran más seguido”, cuenta un periodista del diario La Prensa. El cruce de intereses es tan absurdo que basta con mirar por la ventanilla de un avión que aterriza en La Paz para corroborar que algo anormal está ocurriendo. El aeropuerto está situado a 12 kilómetros de La Paz, en la ciudad de El Alto, a más de 4000 metros de altura. Cuando los aviones inician la fase final del aterrizaje, abajo, dispersadas entre los caseríos marrones, empiezan a aparecer un montón de iglesias con formas raras y pintadas de azul. “Es el color preferido del padre Sebastián Ober Mayer”, dicen los indígenas. El cura alemán que construyó y pintó las iglesias de azul vino de Alemania hace 25 años. Tiene ojos azules potentes y un cabello tan blanco como el traje de una novia. Sin embargo, cuando habla, dice, sin la más mínima duda, “nosotros los aymaras”. En vez de escuelas, centros médicos o universidades, Ober Mayer gasta sus cuantiosos fondos en levantar iglesias para evangelizar a la población. Si alguien le pregunta “¿qué es ser aymara?”, Ober Mayer, con un cinismo a toda prueba, responde: “El hombre es un animal, los aymaras son auténticos hombres”. Los indígenas bolivianos no son solamente objeto de una ofensiva “reevangelizadora” sin precedentes de parte de la Iglesia Católica, sino que, además, viven con la opresiva oferta de las iglesias protestantes, evangelistas, adventistas y pentecostales que luchan por captar sus espíritus. El líder indígena Felipe Quispe reconoce que “la Iglesia Evangélica es la peor porque es más agresiva. Ellos enloquecen a los indios aymaras y el indígena ya no piensa como un indio sino como un gringo, como un occidental que sueña con viajar al cielo”. Los evangelistas y sus derivados están por todas partes, sus “centros” han invadido el mundo andino y no hay barrio o pueblo que no tenga varias de sus sucursales. Enemigas del Vaticano, esas iglesias comparten con la jerarquía romana una estrategia común: ambas se oponen al cultivo de la coca. Los indígenas que pasan por sus centros repudian lo que antes era el núcleo de su cultura. El lavado de cerebro es total. Remigio Gómez, un campesino aymara de la región del Chapare, contó a Página/12 su nueva evangelización. “Antes, cuando no conocía las escrituras, cultivaba la coca. Después me leyeron las escrituras y empecé a cambiar mis costumbres de aymara. Entre la Iglesia Católica y la otra elegí la segunda, señor. Me pareció más pura, no había tantas y tantas idolatrías. Uno se siente más acompañado. Desde que entré a la Iglesia del Séptimo Cielo dejé de cosechar coca. Nosotros no podemos hacer eso, señor, ni tampoco beber o fumar.” La Iglesia Católica emplea un término brutal para definir su estrategia actual: los enviados de Roma hablan de “evangelización integral”. Jaime Vireida, encargado nacional de las misiones en Bolivia, acota que “para ellos (los indígenas) la primera evangelización no ha sido cumplida totalmente. No hemos dejado que se formara una iglesia dentro de su cultura, los hemos uniformado con la cultura que venía de Europa”. Pero cabe preguntarse: ¿qué concepción de la vida y del hombre esconde el término de “evangelización radical”? Aparicio Céspedes, obispo auxiliar de La Paz, explicó a Página/12 que “a medida que pasan los años nos damos cuenta de que el evangelio de Cristo no ha entrado a la raíz total de la persona para transformarlos completamente. El evangelio debería entrar profundamente y producir cambios en la persona, en la comunidad y en la sociedad”. Más claro no puede ser: para domar a los indígenas, hay que evangelizar más. François Donant, un padre francés que dirige la Pastoral de las Cárceles, reconoce que “aquí en Bolivia hay una competencia entre la Iglesia Católica y las iglesias protestantes. En ambos lados hay fundamentalistas pero, para mí, la cuestión fundamental de la ofensiva de las iglesias evangélicas radica en que estas forman parte de la estrategia del imperio, son el alma ideológica del imperio, es decir, de Estados Unidos”. Frente a las estrategias de las distintas iglesias los movimientos indígenas bolivianos intentan anteponer la originalidad de su cultura al tiempo que asimilan a la iglesia con un claro proyecto político. Felipe Quispe, líder indígena del movimiento Pachakuti, denuncia el hecho de que a los indígenas no les permiten “ni siquiera practicar nuestra religión, nos reprimen por hablar del Pacha Mama o el Pacha Taica, del Tata Indio, del sol o de la luna. Para ellos lo que hacemos nosotros es satánico. Pero lo que hacen ellos es legal, oficial. Mientras estemos gobernados por otros países, más que todo por Estados Unidos, los misioneros van a seguir dando vueltas como el moscardón. A mi hijo, por no creer en la religión cristiana, lo han aplazado varias veces. El cree en nuestros propios dioses”.
En esta guerra desigual, donde todo parece dirigido por el más allá, los militares bolivianos juegan un papel central. “En este país, cada vez que hay que decidir un ascenso militar no es el gobierno quien lo hace sino la embajada norteamericana”, dice el Mayor Vargas. Sentado en un amplio sillón de un hotel del centro de La Paz, Vargas disfruta de la estatura de hombre político que adquirió cuando lideró las fuerzas policiales que se opusieron al “impuestazo”, la medida gubernamental que en febrero incrementó de manera “injusta para el pueblo” los impuestos de productos básicos. La rebelión le valió a Vargas su puesto de mayor de la policía pero lo propulsó al escenario político, al tiempo que marcó una ruptura pública entre la policía y las Fuerzas Armadas. Los enfrentamientos por el impuestazo desencadenaron una inédita guerra entre ambas fuerzas que dejó un saldo de siete policías muertos a manos de los militares. Varios meses después, en plena “guerra del gas”, fueron otra vez las Fuerzas Armadas las que se opusieron a la población, en especial a los indígenas liderados por Evo Morales y Felipe Quispe, que bloqueó el país hasta la renuncia del presidente Sánchez de Lozada. Los 80 muertos que dejaron las dos jornadas más violentas, 13 y 14 de octubre, cayeron en su mayoría bajo las balas de los militares. Ambos conflictos hacen de Bolivia un país particular donde el ejército se enfrenta primero con la Policía y luego con los campesinos a raíz de un proyecto promovido por las multinacionales. Para los observadores locales, los tres conflictos que conoció Bolivia en los últimos tres años, la guerra por la privatización del agua en Cochabamba, el impuestazo y la guerra del gas, metieron a las Fuerzas Armadas en un juego político al que no estaban acostumbradas. El ex capitán Juan Ramón Quintana, hoy director del Instituto Democracia y Seguridad y animador del Programa de Investigación Estratégica de Bolivia, señala que en los últimos seis años “el ejército fue transformado en una fuerza policíaca para cumplir un papel de seguridad interna y orden público. Ambos papeles están vinculados a la criminalización de la protesta social”. Paradójicamente, los especialistas reconocen que, con el pretexto de luchar contra el narcotráfico y la subversión y bajo la atenta mirada de Washington, el ejército boliviano volvió a desempeñar el papel que los ejércitos latinoamericanos cumplían en los años ‘60 y ‘70. A este respecto, Quintana afirma que, con el telón de fondo de una clase política nacional sumada a la política de seguridad de Washington, las Fuerzas Armadas “se están convirtiendo en una fuerza de ocupación colonial. Hay que admitirlo sin rodeos: Estados Unidos ha intervenido la fuerza militar en Bolivia. Gran parte de las decisiones norteamericanas son ejecutadas por las Fuerzas Armadas, gran parte de los mandos bolivianos han sido sustituidos por lo niveles de decisión de la DEA, de la NAS o el grupo militar norteamericano. Por lo tanto, podemos decir que, en Bolivia, las fuerzas militares están intervenidas por Estados Unidos”.
La embajada norteamericana en La Paz se parece más a un bunker que a una sede diplomática. Según periodistas de La Paz, “allí trabajan 600 personas y la embajada dispone de un dispositivo capaz de espiar 10.000 líneas telefónicas”. La lucha contra el narcotráfico es la “función estratégica” de la presencia norteamericana en el país y es lícito reconocer que tanto Washington como los campesinos que cultivan la coca –sea en el Chapare, la principal área de cultivo, o en la segunda, Los Yungas– tienen razón: los cultivos ilícitos existen pero, a falta de productos de sustitución con mercados abiertos y precios mínimos, si los aymaras no cultivan la coca se mueren de hambre. Jaime, un ex detenido que cayó como “mulita” en el aeropuerto de La Paz, conoce bien el mercado. “Los campesinos –cuenta– están muy bien organizados. Tienen sus campos de coca con una parte de la cosecha que va para el mercado legal y la otra se la venden a los narcos. En el Chapare, los sindicatos de cultivadores están tan bien estructurados que si llega a haber un campesino rebelde, que no quiere participar del asunto, directamente le queman el campo.” Su testimonio se une a otros tantos similares y a las confesiones a media voz de los protagonistas. El problema, como lo explicó a Página/12 Ignaiz, un campesino del Chapare, “está en que, mire usted, o nos mata el hambre, o nos matan los narcos, o no mata el gobierno, o las fumigaciones salvajes nos matan a tierra. Entre pedacito de vida tenemos que vivir”. En muchas localidades de Los Yungas son los mismos campesinos quienes preparan la pasta básica: “Con toda la familia, hijos, abuelas, padres y tíos”.
Las transnacionales, las iglesias, el gobierno de Sánchez de Lozada, los militares y la embajada de los Estados Unidos no previeron lo que ocurrió: los aymaras se levantaron contra el proyecto de exportación de gas hacia Chile, pusieron en tela de juicio la política global del MNR, obligaron a Lozada a escaparse por la puerta trasera hacia Miami y, por último, forzaron a la clase dirigente a someter a referéndum la cuestión de la exportación del gas y la ley de hidrocarburos. Las transnacionales del gas –en especial las hambrientas españolas– dependen del voto popular. “Los aymaras frenaron la tercera conquista de Bolivia”, dice con orgullo un mayor de la Policía de la localidad de El Alto. Tuvo que reprimir a los suyos “a desgano y despacito”, se disculpa y, al final, precisa: “En mi sector no hubo ningún muerto”.