EL MUNDO
Bajando al último hoyo que fue el escondite de Saddam
El periodista Robert Fisk estuvo en persona en el bunker en donde fue hallado el depuesto líder iraquí. El siguiente es un relato de sus impresiones sobre la que denominó “prisión subterránea”.
Por Robert Fisk *
Desde Al-Dwar, norte de Irak
Era una suerte de satisfacción acostarme adentro del último hoyo de Saddam en la tierra. Siete meses atrás, me senté en su trono presidencial de terciopelo rojo en el mayor de todos sus palacios de mármol. Y ahora, ayer estaba aquí, descendiendo al interior húmedo, oscuro y de concreto gris de su refugio final, el bunker enano enterrado al lado del Tigris de dos metros y medio por uno y medio, tan parecido a una prisión subterránea como cualquiera de sus víctimas pudiera imaginar. En lugar de caireles, había un ventilador barato de plástico adherido al respiradero. Hacía acordar a las ozimandias. Después de todo, aquí era donde los sueños finalmente se convierten polvo. Y hacía frío.
Tenía alimento, por supuesto, latas de carne barata y fruta fresca, y encontré sus últimos libros en una choza ahí cerca: las obras filosóficas de Ibn Dhaldun y las doctrinas religiosas y prochiítas del teórico Iman al-Shafei y una pila de volúmenes de poesía árabe. Había casetes de canciones árabes y algunas pinturas baratas de ovejas al atardecer y el Arca de Noé atestado de animales. Pero esto no era ningún cuartel de resistencia, ningún lugar desde el cual dirigir una guerra o comenzar un levantamiento.
Para meterme dentro del más famoso de todos los pozos, y recuerden, éste no era un bunker-fuhrer con guardias SS y conmutadores y secretarias escribiendo cada palabra para la posteridad, me tuve que sentar en el tablón de madera de la apertura y voltear mis piernas hacia el angosto pozo y buscar el apoyo en cuatro escalones de tierra. Se usan los brazos para bajar a este último vestigio de historia iraquí baazista. Luego uno está sentado en el suelo. No hay ni luz, ni agua, sólo las paredes de concreto, el respiradero y el techo de tablas de madera. Arriba de las tablas hay tierra y luego un grueso piso de cemento que, arriba está cubierto por el grueso patio de concreto de una arruinada choza de granja.
Debe haber tomado tiempo para construirlo, semanas por lo menos para construir el escondite de concreto debajo del patio, y sospecho que debe haber muchos otros pozos tapados a lo largo de la ribera del Tigris. Pero por encima de esta sombría celda subterránea había una especie de paraíso, de palmeras y naranjos y el sonido de pájaros enterrados en la cima de los árboles. Hasta había un viejo bote pintado de azul guardado detrás de un muro de palmeras, la última oportunidad para escapar a través del Tigris gris si los estadounidenses lo encerraban.
Por supuesto, lo encerraron desde dos direcciones el sábado a la noche, desde el río y desde el sendero de barro a lo largo del cual los soldados de la 4ª División de Infantería estadounidense me condujeron ayer. Como señaló el capitán Joseph Munger del 4º Batallón, 42º de artillería rodada, fue muy fácil tenderle una emboscada de Saddam, pero era igualmente fácil para Saddam oírlos a ellos. Debe haber salido corriendo de la choza donde estaba comiendo, derramando un plato de porotos y de Turkish Delight (delicia turca) al suelo de barro, y escurrir su presencia hacia el hoyo. Cuando los estadounidenses buscaron en la choza, no encontraron nada sospechoso, excepto una planta en una maceta curiosamente puesta sobre unas palmas secas, ubicada ahí presumiblemente por los dos hombres que luego apresaron cuando trataban de escapar. Debajo encontraron la entrada al pozo.
De manera que ¿qué podríamos aprender de Saddam en ésta, su última residencia privada en Irak? Bueno, había elegido un escondite a sólo doscientos metros del santuario que marcaba su propia famosa retirada a través del Tigris en 1959, escapando como un guerrillero herido después de tratar de asesinar a un presidente anterior de Irak. Fue aquí que se sacó la bala de su propio cuerpo y en una colina baja a distancia visible de este huerto de palmas está la mezquita que marca el lugar donde, en un café, Saddam rogaba en vano a sus compañeros de tribu iraquí que loayudaran a escapar. Saddam, en sus últimos días como hombre libre, había retrocedido hacia el pasado, hacia los días de gloria que precedieron sus carnicerías.
Podía usar un pequeño generador, que encontré cableado a una heladera en miniatura. La heladera estaba en una mitad de la choza, que está a sólo tres metros del pozo, y contenía botellas de agua y una botella de medicina con una etiqueta que decía Dropil. Había un tubo de crema para la piel encima, un tubo de crema humectante, unos pequeños costureros en una bolsa de celofán y una lata de Pif-paf –debe de haber estado acosado por los mosquitos, que no tenían conciencia de los castigos del partido Baaz–. Había dos viejas camas y algunas frazadas sucias.
En la pequeña cocina construida al lado había salchichas colgadas secándose, bananas, naranjas y, cerca de la pileta de lavar, latas de conserva de pollo y carne de Jordania, y montones de latas de atún. Las moscas volaban debajo del techo de chapa y no me sorprendió descubrir las botellas de líquido esterilizador de vegetales y frutas en el aparador. Sólo el Mars Bars parecía fresco.
¿Qué descubrió Saddam aquí en los últimos días? ¿Tranquilidad de espíritu después de años de locura y barbarie? ¿Un lugar para reflexionar sobre su tremendo pecado, cómo condujo a su país de la prosperidad a través de invasiones extranjeras al aislamiento y años de tortura y represión hacia un mundo de humillación y ocupación? Los pájaros deben haber cantado al atardecer, las palmas de las palmeras deben haberse golpeado entre sí a la noche. Pero debe haber estado presente el miedo, el constante saber que la traición estaba a unos pasos. Debe haber hecho frío en el pozo. No más frío que cuando las manos de los Todopoderosos de Washington cruzaron los océanos y continentes y fueron a posarse en la extraña maceta y apresaron el califa en su pequeña celda.
De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
Traducción: Celita Doyhambéhère.
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