EL MUNDO › EN LOS LARGOS AÑOS DE EMBARGOS Y AGRESIONES, ERNEST HEMINGWAY HA SIDO EL LAZO ENTRE CUBA Y ESTADOS UNIDOS
El mito de Ernest Hemingway ha sido y es tan poderoso que sigue intacto en esta Habana que se reconfigura en el siglo XXI. Hasta el cóctel daiquiri, inventado en Cuba en el siglo XIX, es el más consumido en Estados Unidos y parte del mundo.
› Por Eduardo Febbro
Desde La Habana
Toda la gente viene a ver a Papá. Antes de atravesar la puerta se olvidaron de lo que eran y una vez adentro ya no se acuerdan de lo que desean ser. Circundan el espacio donde toca la orquesta y van hasta el rincón donde está Papá. Lo abrazan, lo besan, lo acarician, se sacan fotos con él. La gente se pelea por estar a su lado, por pegar sus mejillas a las suyas, por tocar con sus manos esa figura de ojos entrecerrados, capturada para siempre en la inmortalidad romántica de una resaca tranquila, o de una borrachera naciente. Nunca sabremos. El magnetismo de Papá Hemingway –así lo llaman los cubanos– sus libros, sus historias, verdaderas o falsas, la estatua que lo fijó en el tiempo en este rincón de uno de los bares más celebres del mundo, el Floridita, la música endiablada de la orquesta y los reconfortantes daiquiris provocan un estado de levitación física y espiritual del cual Papá Hemingway es el centro. En todos estos años de embargos y agresiones, Ernest Hemingway ha sido el lazo entre Cuba y Estados Unidos. Su leyenda fue, a su manera, una forma de relación entre la isla y los continentes. Los mitos despliegan sus alas y nos envuelven en la eternidad de su vuelo. El de Ernest Hemingway ha sido y es tan poderoso que sigue intacto en esta Habana que se reconfigura en el siglo XXI. Hasta el cóctel daiquiri, inventado en Cuba en el siglo XIX, es el más consumido en Estados Unidos y parte del mundo.
Un abogado norteamericano, oriundo de Florida, “de la Isla del Tesoro” según precisa, llora a lágrima tendida mientras se apoya en la estatua de Hemingway. “Hubiese querido ser escritor”, confiesa rodeado por un guardaespaldas costarricense y un miembro de la seguridad cubana que impide que la gente se acerque a Papá Hemingway. Adentro del Floridita hay un ambiente de algarabía humana volcánica y contagiosa. Chinos, coreanos, argentinos, alemanes, norteamericanos, ingleses, singapurenses, mexicanos, italianos, franceses o canadienses celebran una fiesta sin motivo. Aplauden, bailan como pueden sobre el compás de los tambores ejecutados por dos bellas cubanas, se abren paso a codazos para conseguir un ángulo y tomar una foto de la estatua de Papá Hemingway acodado a la barra, justo delante de la foto donde está Hemingway con Fidel Castro tomada el día en que el escritor norteamericano le entregó a Fidel el premio al mejor pescador.
Hay algo conmovedoramente humano en esta isla mundo que subyuga y atraviesa todas las corazas. El planeta entero ha venido y continúa viniendo aquí. Cuba no es una isla, sino un continente isla de un magnetismo frondoso. Cuba embriaga, con o sin Revolución. “Bienvenido al mundo sin Monsanto”, dice con tanto orgullo como insolencia Roberto, un joven habanero que alquila por minutos su tablet y el acceso a internet en la calle 23. Es cierto, aquí no están ni Monsanto, ni internet en todas las calles, ni McDonald’s, ni avisos con mujeres pomposas que venden cepillos de dientes, ni publicidades de perfumes con seres andróginos, ni la marca de la manzana, ni todas esas agujas con las cuales el liberalismo tienta o inventa falsos deseos. Casi no hay nada de lo que hay en el liberalismo mundial, y en muchos casos faltan cosas esenciales. Puede, de pronto, ser un inconveniente, pero las más de las veces es una salvación.
El liberalismo continental ha levantado tribunas en torno a Cuba para presenciar la agonía del socialismo cubano. Es mal conocer la historia de Cuba, y a los cubanos. “No somos un pueblo de pescadores adormecidos que espera la redención capitalista, sino una sociedad cabalmente consciente de los defectos que quiere corregir y de los horrores que no quiere importar”, precisa con una amplia sonrisa provocativa Iván, otro joven habanero que se esta estrenando en las nuevas formas de comercio que se abren paulatinamente en medio de cierta confusión. Eso se respira en cada calle, en cada hora: una suerte de fiereza orgullosa, de frontera soberana cuya entereza precede la Revolución. Por algo un aventurero como Hemingway puso sus raíces en la isla cuando llegó en la primavera de 1928 con su segunda mujer, Pauline Pfeiffer, a bordo del barco Orita, proveniente del puerto francés de La Rochelle. Había venido a pescar el espadón, pero lo embrujó la magia de aquella Habana. Pasó dos días y regresó unos años después para instalarse primero en la habitación 511 del hotel Ambos Mundos. Casi como hoy, salsa, son, rumba, chachachá o boleros salpicaban las noches habaneras. “El Hotel Ambos Mundos es un buen sitio para escribir”, contó Hemingway sobre su vida en aquellos tiempos en los que, en Cuba, escribía Por quién doblan las campanas. El hotel y la habitación son hoy una suerte de patrimonio cultural de Cuba. Hemingway presintió lo que cualquier turista o candidato a inversor percibe en La Habana: hay un ingrediente poderoso e inasible, una energía orgullosa, un humor que sabe hacerles frente a todas las contingencias y una lectura de la historia nacional permanentemente reactualizada. “Lo más lindo que tenemos en este país es nuestra historia”, dice Iván.
Ahí está esa historia, o esas historias, para demostrarlo. La de la Revolución, para empezar, que no es un “episodio” o un “golpecito” sino el resultado de una construcción histórica y colectiva. La prensa esclava del relato liberal o de la restauración conservadora que se rearmó en América latina con el golpe de Estado en Honduras contra Manuel Zelaya usa el término “revolución” con un significado burlón, maldito o peyorativo. Estén o no con ella, la Revolución es para los cubanos como la democracia para los franceses: es una pertenencia, una reformulación de su realidad. Quien sueñe con ver a los cubanos arrodillados ante las sucursales que, tal vez, los imperios abrirán algún día en la isla están perdidos. En La Habana se siente la potencia del ansia por las transformaciones, al mismo tiempo que la decisión de no ceder más allá de lo que la dignidad dicta. La literatura fundacional de Cuba lo cuenta todo. Como el Martín Fierro argentino, Cuba tiene su poema épico, “El espejo de paciencia”, escrito en 1608 por Silvestre de Balboa. La obra narra un hecho ocurrido en el Puerto de Manzanillo, cuando el obispo de Cuba, Don Juan de las Cabezas Altamirano, fue secuestrado por un pirata francés, Gilberto Girón. El pirata buscaba extorsionar a la comunidad a cambio de la libertad del obispo. Pero los cubanos dijeron que no y decidieron atacar a los piratas durante la transacción por el rescate. En la pelea perdieron los piratas y el obispo fue salvado por el esclavo Salvador Golomon. Quizás, cuando vengan en masa los nuevos piratas del capitalismo, ese soberanismo radical que define la cubanidad interceda a favor de la isla. Algunos signos de piratería ya surgen aquí o allá, en los sectores restaurados de La Habana Vieja, sobre todo en la calle Obispo, cuyo lujo, aunque modesto, contrasta con la pobreza de otras zonas del centro. Esta arteria peatonal intenta parecerse a esas horrendas hermanas llenas de comercios contaminantes tan comunes en las capitales donde manda el liberalismo parlamentario. Pero la Cuba de los sueños que subyugó a Hemingway siempre acecha con su magia implícita. En la misma calle Obispo hay un restaurant de los que parecen imposibles: La Lluvia de Oro. De afuera, parece común, adentro vive lo extraordinario. La orquesta de músicos vestidos con una camiseta verde encendió la sala llena de cubanos auténticos mezclados con algunos turistas que no resisten la llama del ritmo. Todos bailan entremezclados. A un lado de la orquesta, un hombre blanco, vestido con pantalones cortos, mocasines, medias blancas y una camiseta verde, toca su trombón acompañando la orquesta. El hombre, muy entrado en años, parece poseído por la felicidad. Su trombón suena al unísono de la orquesta, hermanado con ella, su fisionomía no. Es un turista, alemán o del Norte de Europa, a quien la magia de una noche y de su gente le permitió realizar su sueño: tocar la salsa endiablada junto a una orquesta cubana.
La gente sigue peleándose para llegar a donde está Papá Hemingway. Se acaba de ir Barack Obama y también pasaron los Rolling Stones. Se siente en las entrañas que algo cambiará y de esa intuición surge algo igualmente potente: Cuba respira el futuro, sea cuál fuere el perfil de la Revolución. Tantas cosas les hicieron, los arrinconaron, los bloquearon, los agredieron, los humillaron, los privaron de todo como Occidente no lo hizo con ninguna de las más aborrecibles dictaduras de la historia: les vendió armas, productos y hasta tecnologías para espiar a sus ciudadanos. A Cuba le embargaron hasta el arroz. Y sin embargo, están de pie, y como no se rindieron elegirán plenamente su futuro. Cuba es un espejo en el que nos podemos mirar. Un espejo de paciencia y de resistencia. En La Habana sobran los símbolos y los relatos mitológicos, y también falta de todo. Falta internet, pero sobra la humanidad. A la hora en que el resto del mundo se encierra en sus casas y sus pantallas y sus smartphones, La Habana sale a la calle en ese preciso instante encantado del atardecer. La Habana corre a reunirse en el Malecón, frente al mar. Miles y miles de personas se hablan y se codean a lo largo de kilómetros y kilómetros de un paisaje que mira al mar, al futuro, al no miedo. Aquí no hay miedo. Europa tiembla ante la amenaza de que la cultura musulmana reemplace a la europea. En México, la gente tiene un complejo de inferioridad ante Estados Unidos. En Argentina le tienen miedo a Telesur. Los cubanos no le tienen miedo al imperio. Hay, como se dice en voz baja, una “guerra incruenta”. Iván conduce su auto a lo largo del Malecón poblado de humanidad. Entre mar, atardecer y chispas de multitud, desliza una frase de la sabiduría local: “De todas formas, esta guerra contra el imperio nunca se va a terminar. Porque si se acaba, no vamos a saber qué hacer...”. En la radio suena la voz del cantante y poeta Polo Montañez: “Para qué sufrir, para qué llorar, si me queda un mundo todavía por delante”.
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