Vie 20.05.2016

EL MUNDO  › OPINION

El precio de la ambición

› Por Atilio A. Boron

La escena en un aula de la Flacso, Santiago de Chile, agosto de 1967. Los alumnos de las dos maestrías que se dictaban en aquel momento, una en Sociología y otra en Ciencia Política, esperan con entusiasmo la llegada de un nuevo profesor de economía: un joven exiliado brasileño, con impecables antecedentes de izquierda, que por primera vez dictaría un curso a nivel de posgrado. El director de la institución hace la presentación de rigor y poco después el profesor pasa a explicar su programa, cosa que hace en un buen “portuñol” y con marcado acento brasileño que servía para matizar la aridez de su discurso. El contenido y la bibliografía son rigurosamente marxistas, sin la menor fisura por la cual pudiera deslizarse alguna otra vertiente de pensamiento económico.

Cuando terminó su exposición un pesado silencio descendió sobre la sala. Yo era uno de los estudiantes y me llamó la atención el hermetismo teórico del programa. Había ya hecho un curso de Economía Política en la Argentina, en la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA, con la inolvidable Rosa Cusminsky, que luego del golpe de 1976 logró exiliarse en México y continuar con su labor docente en la UNAM. En el curso dictado por Rosa, una marxista “convicta y confesa”, como se declarara José Carlos Mariátegui, estudiamos por supuesto a Marx (algunos pasajes de El Capital, leímos con fruición Salario, Precio y Ganancia, ojeamos el Anti-Duhring) pero también vimos a John M. Keynes, Joseph Schumpeter, Joan Robinson, Arthur Pigou y John K. Galbraith. Rompí el silencio y, con mucho tacto, le pregunté al novel profesor si no iríamos a estudiar también la obra de algunos de estos autores que la buena de Rosa nos había hecho leer, en mi caso cuando aún no había cumplido 18 años. La respuesta me dejó helado, pues indignado, se volvió hacia mí y me dijo, con un tono amenazante y agitando con fuerza su dedo índice de la mano derecha: “Mire jovencito: si usted quiere perder el tiempo estudiando esa basura burguesa no tiene nada que hacer en mi curso”. Intimidados por la violencia verbal del profesor nadie tuvo la osadía de abrir la boca. Este comenzó a dictar su materia y yo ni siquiera me molesté en tomar notas, cosa que hago habitualmente.

Al terminar la clase me marché y nunca más regresé a su curso. Tuve suerte, porque en aquellos años Chile era la Atenas latinoamericana y completé mi formación económica de la mano de dos formidables maestros: Celso Furtado y Osvaldo Sunkel que dictaban sendos cursos en el Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile que, como era previsible, fueron muy superiores al que dictara mi censor. Este inició una notable carrera académica y política y debo reconocer que durante el gobierno de Salvador Allende fue un estrecho colaborador de su ministro de Economía, Pedro Vúskovic. Sé también que la pasó muy mal con el golpe de Pinochet y que a duras penas logró salir de Chile. Al igual que yo fue a Estados Unidos y obtuvo un doctorado en Economía en la prestigiosa Universidad de Cornell. Luego de eso pasó un tiempo en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y tras catorce años de exilio regresó a Brasil, donde de la mano de su mentor y protector en Chile, Fernando Henrique Cardoso, llegó a ser diputado federal, senador, alcalde y gobernador de San Pablo y dos veces candidato a presidente, siendo derrotado una vez por Lula en el 2002 y otra vez por Dilma en el 2010. En su campaña presidencial del 2002 sus diatribas e infamias en contra de Hugo Chávez Frías adquirieron una lamentable notoriedad, y su inquina en contra de todo lo que tenga que ver con el chavismo, con el bolivarianismo y la revolución, persiste hasta el día de hoy, alimentada por su visceral odio al PT y a todo lo que se le parezca, culpable de su frustración política.

Su adhesión a la derechizada socialdemocracia brasileña y su calculada conversión al neoliberalismo como una ruta de ascenso para llegar, a como diere lugar, a la presidencia del Brasil acentuó aún más los rasgos de extrema intolerancia y dogmatismo que exhibiera en su juventud.

Hoy representa la versión más radical y tal vez más sofisticada –porque es una persona inteligente y dueña de una sólida formación intelectual–de la derecha brasileña. Su insaciable ambición de poder, esa que según Hobbes sólo cesa con la muerte, no sólo lo hizo arrojar por la borda aquello en lo que creía con fanático celo a finales de los sesentas sino que lo llevó a convalidar el escandaloso asalto al gobierno de Brasil de la mano de una pandilla de corruptos que merecerían estar en la cárcel de por vida. Pero con el ardor propio de los conversos a él no le importa nada y aceptó desempeñar un muy importante cargo en el gobierno de Michel Temer, posicionándose para intentar, por tercera vez, llegar a la presidencia del Brasil y así saciar su irreprimible obsesión. Este es el personaje que en la nota que publica el diario La Nación (Buenos Aires) prometió “limpiar de ideología la política exterior” del Brasil. Les presento a José Serra, mi profesor que no fue y hoy Canciller del gobierno golpista de Brasil.

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