Sábado, 18 de junio de 2016 | Hoy
EL MUNDO › DOS LIBROS CRITICAN DURAMENTE EL FUNCIONAMIENTO DE LA CORTE PENAL INTERNACIONAL CON SEDE EN LA HAYA
Dos investigaciones exhaustivas y demoledoras acaban de aparecer en Francia sobre la inacción en la que cayó la CPI y el modesto papel que jugó su primer fiscal, el argentino Luis Moreno Ocampo, a lo largo de su mandato (2003-2012).
Por Eduardo Febbro
Página/12 En Francia
Desde París
Aquel 17 de julio de 1998, durante la Conferencia Diplomática de Plenipotenciarios realizada bajo los auspicios de las Naciones Unidas, había un torrente de aplausos y lágrimas y de abrazos cuando se firmaron en Roma los estatutos que condujeron a la creación de la Corte Penal Internacional, la CPI. De los 160 Estados presentes, 120 Estados firmaron el texto que afirmaba que “los crímenes más graves que afectan al conjunto de la comunidad internacional no pueden permanecer impunes”. Con ese principio se creó oficialmente el ente más decidido a instaurar una auténtica justicia internacional a partir de 4 principios de acción: condenar el genocidio, los crímenes de lesa humanidad, los crímenes de guerra y el cCrimen de agresión. La CPI se instauró oficialmente en 2002 con sede en La Haya y, a pesar de las dificultades y las limitaciones impuestas a su acción por varios países, muchos pensaron que, cuando había transcurrido medio siglo desde los juicios de Núremberg, había llegado la hora de una sincera y eficaz justicia internacional reservada a los grandes criminales de la humanidad.
Catorce años después, las lágrimas corren siempre, pero por motivos contrarios. La CPI fue encadenada, asfixiada, cortada en sus acciones y, entre las sombras, vaciada de contenido por las grandes potencias del mundo, en especial Estados Unidos, y una inoperancia interna que hiela la sangre. Dos investigaciones exhaustivas y demoledoras acaban de aparecer en Francia sobre la inacción en la que cayó la CPI y el modesto papel que jugó el primer fiscal de la CPI, el Argentino Luis Moreno Ocampo a lo largo de su mandato (2003 - 2012).
Stéphanie Maupas, corresponsal en La Haya del diario Le Monde, es la autora de “El Joker de los poderosos, la gran novela de la Corte Penal Internacional” (Le Joker des puissants, le grand roman de la Cour Penale Internationele). 400 paginas espeluznantes donde narra con lujo de detalle lo que el autor califica como “las impotencias consentidas” de la CPI. Juan Branco trabajó en la Corte entre 2010 y 2011, es el consejero jurídico de Julian Assange y profesor en la Universidad de Yale. Su libro “El orden y el mundo, una crítica de la Corte Penal Internacional” traza igualmente un perfil nefasto sobre las acciones de la CPI y su casi marca de fábrica, una mezcla de “inoperancia y sumisión política completa”. La CPI iba a perseguir a los tiranos y asesinos de los pueblos substituyéndose al Tribunal Penal Internacional para Ruanda y la ex Yugoslavia. Sus blancos eran los criminales de guerra y los jefes de Estado corruptos y represores que fijaban ellos mismos las reglas para vivir en un paraíso impune y someter a sus pueblos al infierno. La CPI debía poder intervenir cuando un Estado se mostraba incapaz de activar sus propios criminales. Pero el libro “El Joker de los Poderosos” empieza demostrando que ocurrió todo lo contrario. La CPI ha sido un “instrumento en manos de los grandes poderes, tanto los gobiernos africanos como las potencias mundiales”. Desde su creación, el Fiscal inició investigaciones en nueve países, todos en África. Treinta y dos sospechosos fueron perseguidos, se pronunciaron tres veredictos, un culpable fue absuelto y ocho acusados están actualmente juzgados. Poco para tantas esperanzas. Prueba de la incompetencia denunciada en ambos libros es el juicio-fiasco contra el jefe militar congoleño Thomas Lubanga en lo que fue el primer proceso de la CPI. Las acciones judiciales fueron suspendidas en 2008 luego de una comedia que Stéphanie Maupas narra sin piedad y con los ingredientes reales de una novela policial. La autora del Joker de los poderosos cuenta cómo los abogados de la defensa descubrieron una enorme maquinaria de corrupción de los testigos donde hasta los testimonios de los “niños soldados” fueron comprados. Los mismos testigos confesaron ante la CPI que habían sido “comprados”. El juicio quedó en la nada, al igual que la persecución de los auténticos genocidas que actuaron en la República Democrática del Congo. Según Maupas, la Fiscalía de la CPI prefirió perseguir a los milicianos antes que a los jefes. La autora resume así el destino de esta institución que tantas esperanzas despertó: “las potencias locales e internacionales convirtieron a la Corte en un Joker. Y ese Jóker no eligió su rostro ni tampoco impuso su valor. Sólo cayó en el juego de los poderosos y pasa de mano en mano”. Episodio no menos crucial de ese juego es el caso de Palestina. El libro cuenta cómo los palestinos, a raíz de las incontables agresiones y crímenes de guerra cometidos por el Ejército israelí en Gaza, pensaron en someter los casos a la CPI. Intentos fallidos: “Ocampo participó en el concierto de aquellos que trataban de disuadir a los palestinos. Afirmaba que en caso de investigación de la Corte, el Hamas y otros serían declarados responsables de los disparos de cohetes y los atentados suicidas”.
Desde el principio, la CPI caminó renga. Estados Unidos jamás ratificó los estatutos y fue el principal país que empleó todo el peso de su poder para inhabilitar a la Corte e impedirle que juzgara los propios crímenes cometidos por los soldados norteamericanos. Un artículo (el 16) autoriza a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad a congelar los juicios en “caso de peligro para la paz”. Noción ambigua que autoriza cualquier abuso. En 2002, Washington aprobó el American Service-Members’ Protection Act (Aspa), el cual permite que los ciudadanos norteamericanos escapen a las acciones judiciales, “incluso por la fuerza”. La casi selectividad de los juicios o las inculpaciones (el de Kenia, el de Costa de Marfil, el de Sudán) contra dirigentes africanos llevó a cuna contra ofensiva de África contra la CPI. A principios de 2016, los 34 países africanos que adhirieron a la CPI abogan por un retiro en bloque de la Corte porque consideran que la CPI es “discriminatoria”. En el Orden y el Mundo, Juan Branco describe un clima similar de inoperancia, intereses políticos, privilegios exorbitantes de los miembros de la CPI y, sobre todo, un lugar donde Occidente juega a ser bueno “por instinto de conservación” afín de que el “mundo permanezca en el mismo estado”. Esa Corte que tenía por misión juzgar los crímenes que “desafían la imaginación colectiva” terminó siendo “victima de su propio drama” y de los pases y favores entre potencias. Las estadísticas son elocuentes. El pasado 21 de marzo, la CPI declaró al ex vicepresidente congoleño Jean-Pierre Bemba culpable de crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra. Fue el cuarto veredicto en en 14 años de funcionamiento con un presupuesto anual de 130 millones de euros. El ex presidente de Costa de Marfil, Laurent Gbagbo, todavía sigue esperando su juicio. La abogada de Gambia Fatou Bensouda reemplazó en 2012 a Luis Moreno Ocampo. La nueva Fiscal se apresta a abrir el legajo de uno de los crímenes más masivos e impunes de este siglo: los horrores cometidos por la coalición anglo norteamericana durante la última invasión de Irak (2003). Hace mucho tiempo que el ex presidente norteamericano George Bush y sus socios deberían haber sido juzgados por la CPI. Pero, como lo demuestran hasta lo increíble Stéphanie Maupas y Juan Branco, los poderes centrales son quienes validan la justicia y las injusticias.
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