Sábado, 18 de junio de 2016 | Hoy
OPINIóN
Por Magdalena Faillace *
Ante la profusión de fotos y notas que la prensa de todo tipo ha tributado a Torcuato Di Tella con motivo de su muerte, un torbellino de imágenes emerge acompañando el rico anecdotario de la amistad que con él compartimos. Amistad nacida de una inicial vinculación con la “Simón Rodríguez”, que se consolidó en la ex Secretaría de Cultura de la Nación durante la presidencia de Néstor Kirchner, donde lo secundé en la cotidianeidad de la gestión pública.
Lúdico por naturaleza, Torcuato no podía hacer en la vida nada que no disfrutara; de ahí el entusiasmo que todos recuerdan de él en la cátedra, en sus investigaciones y sus libros. Polemista y provocador incansable, convertía todo diálogo en un debate picante. Por eso a menudo se sentía perplejo, encorsetado por su nuevo rol de secretario de Cultura, frente a los vericuetos de la burocracia estatal, trituradora del placer con que emprendía algunos proyectos. Como un personaje cortazariano, saltaba siempre por arriba del laberinto de la gestión cultural –aunque a veces se golpeara los huesos–, fiel a sí mismo en su condición de enfant terrible de la familia.
Lector incansable y conocedor de la historia y del arte, detestaba los circuitos culturales preestablecidos y los criticaba con agudeza picaresca, tanto como a los aires de la clase en la que había nacido. Ese espíritu crítico, irreverente, lo acercaba naturalmente a la gente de a pie. Respetuoso y sencillo, sabía hablar con todos. Por eso fue siempre joven, porque vivía aprendiendo de los demás. ¡Nunca le conocí a Torcuato un gesto de soberbia! Porque sus estudios sociales no estaban disociados de su vida.
Creo que lo más valioso de su gestión al frente de Cultura de la Nación fue su voluntad genuina de descentralizar la política cultural, sin declamar federalismo. No quería alimentar la “cabeza de Goliath” –como Martínez Estrada identificó a la ciudad de Buenos Aires–, y sus programas se orientaban a invertir siempre en las provincias… ¡A veces hasta extremos tales como el proyecto de fundar un museo del patrimonio industrial, históricamente tan menospreciado en la Argentina, en los confines del norte argentino, inaccesibles a las mayorías! O como aquella ocasión en la que, yendo a inaugurar una biblioteca popular en la Boca, él decidió apartarse un rato para que sus hijos adolescentes conocieran “cómo vivía la gente en la isla Maciel”… ¡y terminaron asaltados!
En el día a día, jamás he visto a un jefe tan respetuoso de todos y tan igualitario en el trato con funcionarios y empleados. Sabía escuchar y pedía consejo en materias que le eran desconocidas. Ante los problemas de la gestión, nos descolocaba a menudo con una salida de su humor. Otras veces, frente a mis planteos más rigurosos, ponía una distancia benevolente y me decía: “¡Vos sos una jacobina y yo soy girondino!”. Maestro como era en la teoría política, se sentía casi siempre intimidado, inerme, en relación con la política doméstica. Entonces me comentaba, con gesto risueño, cuando lo llamaban de Casa de Gobierno: “Veo a otros ministros y secretarios, cómo se manejan, y me siento una hormiguita comparado con ellos…”
Mi última imagen de Torcuato en la Bienal de Venecia, en mayo de 2014: evoco su andar ya frágil, pero la lucidez, la mirada transparente y lúdica, el gesto noble de siempre...
En los últimos años, la pérdida de otros grandes como Carlos Gorriarena o Clorindo Testa, cuya amistad fue un privilegio en mi vida, me ha hecho más palpable la evidencia de que nos vamos quedando sin maestros. Torcuato es otro más que acaba de partir… Maestro no sólo por su talento y sus obras, sino por la generosidad con que supo brindarse y por la benevolencia que lo distinguió con sus prójimos, en esta feria de vanidades que suele ser a veces el vasto mundo de la cultura.
* Ex Directora General de Asuntos Culturales de la Cancillería.
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