Mié 20.04.2005

EL MUNDO  › COMO SE VIVIO EN ROMA LA ELECCION
DE JOSEF RATZINGER AL TRONO DE PEDRO

El día que dividió la Plaza San Pedro

Más de dos tercios de los 115 cardenales electores dieron ayer su voto al cardenal archiconservador alemán Josef Ratzinger, quien el domingo será entronizado como papa Benedicto XVI. Las reacciones fueron muy encontradas, empezando desde la plaza vaticana, donde miles de fieles esperaron con ansiedad el resultado.

Por Oscar Guisoni
Desde Ciudad del Vaticano

Roma amaneció ayer cubierta de oscuras nubes. Desde tempranas horas de la mañana comenzaron a congregarse fieles y curiosos en Plaza San Pedro, antes, incluso, de que entraran los cardenales en la Capilla Sixtina. Cada tanto llueve, no es un día de buenos presagios. A media mañana irrumpe un grupo de jóvenes con una pancarta curiosa y profana. “No Martini, No party.” Un conocido slogan de una publicidad de la famosa bebida alcohólica, protagonizada por George Clooney. Aunque el cartel alude en realidad al candidato preferido por el mundo católico progresista: Carlo María Martini. Y así será, pocas horas más tarde. No habrá Martini. No habrá fiesta.
A las 12.05 de la mañana surge de la chimenea un clarísimo humo negro. Algunos dudan, otros aplauden. Pero todos comprenden rápido que no “habemus papam” todavía. Un hombre con un cartel escrito a mano pide a los cardenales que se apuren. “Si se apuran, el elegido será Ratzinger”, comenta un colega premonitoriamente. La gente se marcha, va a almorzar, no habrá nueva fumata hasta las 19, dicen en la tele. “No lo elegirán hoy”, comenta con resignación una viejita con un gigantesco rosario en la mano.
Se equivoca la señora. A las 17.50 hora italiana, de la chimenea de la Sixtina comienza a surgir humo. Nos agarra desprevenidos la fumata. Es demasiado temprano, sólo puede significar una cosa. El Papa ha sido elegido. Pero, ¿es blanco el humo que se multiplica en todas las pantallas del mundo y que todos en la Plaza se apresuran a fotografiar, a captar con las telecámaras de sus celulares? Así parece. Los periodistas televisivos no tienen dudas. Corren a posicionarse delante de las cámaras, se interrumpen todas las programaciones.
Comienzan a sonar las bocinas, las sirenas de los bomberos, se oyen gritos, la gente corre por Vía de la Conciliación hacia la Plaza, sonríen, llevan banderas. Pero no suenan las campanas, como había hecho saber la Iglesia que ocurriría si el cónclave había elegido el sucesor de Pedro. ¿Era tan blanco el humo como parecía? Pasan 13 largos minutos. ¿Otra mala señal?
Se asoman monjas y sacerdotes a los balcones, crece la expectativa. La policía, sorprendida, no sabe qué hacer con las multitudes que llegan a San Pedro. Hasta que a las 18.04 llega la señal inequívoca de que “habemus papam”. Toda Roma se llena de tañidos. La tensión y el suspenso se palpan en el aire. ¿Quién? Es la pregunta que se hacen todos, conscientes de estar viviendo un momento histórico formidable, una “vuelta de página” que marcará los próximos años no sólo del Occidente cristiano, sino de todo el mundo.
Pasan los minutos con mucha lentitud. Son las 18.37. Se miran los relojes con aprehensión. Un policía calcula que ya son 100.000 las personas en San Pedro. Comienza a llover, pero nadie trajo paraguas. Las imágenes que transmite la televisión vaticana por las pantallas gigantes ubicadas a los costados de la Plaza se empañan con la lluvia.
Cuatro minutos más tarde se mueven las cortinas en el balcón de la Basílica. Asoma el cardenal chileno Jorge Arturo Medina Estévez, el encargado de anunciar al mundo que el Papa ha sido elegido. Silencio absoluto. Algunos gritan “¡Viva el Papa!”. Otros se la juegan. “Es italiano, seguro.” “No, es latinoamericano”, dice una argentina que agita una bandera celeste y blanca mientras se hace fotografiar por su hija. El cardenal Medina se mueve con lentitud, tarda en hablar, está serio. Primer rostro mediático de la Iglesia que se viene. Cuando se oye su voz, laPlaza calla. El chileno habla primero en italiano, luego en español (¿significará algo esto?), luego en francés, ¿inglés? ¡quién sabe! El murmullo arrecia y todos esperan a que Medina hable en latín. “Habemus Papam”, eso, sí, pero ¿quién? Ninguna institución como la Iglesia a la hora de destrozar las ansiedades periodísticas del mundo moderno.
Entonces el nombre del cardenal oscuro resuena en la Plaza, cae como una cortina de hielo sobre los oídos de muchos fieles, no todos, que saben perfectamente de quién se trata. Se ha hablado mucho de él estos días. De su pronunciamiento el lunes contra la “dictadura del relativismo”, de su ortodoxia conservadora, de su rol de “Santo Inquisidor” de Karol Wojtyla. Es él. El cardenal alemán Josef Ratzinger, o mejor dicho, a partir de ahora: Benedicto XVI.
Un grupo de chicos con una enorme bandera de la paz, los colores del arco iris que en Italia llenaron las calles cuando las multitudes salieron a oponerse a la guerra en Irak, comienza a silbar. Alguien les grita que se callen. “Respeto, por favor”, truena una señora enojadísima. Pero no están solos los chicos en la Plaza. Mientras muchos aplauden, otros bajan la cabeza y comienzan a abandonar el lugar. Es una retirada silenciosa, casi tímida. Algunos esperan el primer discurso, tienen fresca en la memoria la aparición carismática de Juan Pablo II en el mismo balcón, hace casi 27 años, la misma que vieron mil y una veces por la tele durante estos días.
Pero Josef Ratzinger no es Juan Pablo II. Aunque lo primero que hace es nombrarlo. Sabe que la mención de Wojtyla arrancará un aplauso a la Plaza fría y así sucede. Dice poco Benedicto XVI. “Después del gran papa Juan Pablo II los señores cardenales me han elegido a mí, un simple y humilde trabajador de la viña del señor”, explica, en un italiano rudimentario con demasiado acento alemán. Alza las manos, saluda. Bendice al mundo, tradición obliga. Y luego se va. Le da la espalda a la gente, sus manos chocan con el micrófono, un religioso a su lado parece sugerirle que vuelva a saludar. “No puede irse así”, comenta una señora sorprendida por la frialdad que la ceremonia ha adquirido, contra todo pronóstico.
Entonces vuelve Benedicto XVI. Saluda sin entusiasmo por última vez, para sumergirse luego dentro de los muros de la Basílica. Todo un símbolo, quizá, del papado que vendrá.
“Me da escalofríos lo que ha sucedido –comenta una mujer que trata de cubrirse de la incipiente llovizna con las hojas de un periódico de la mañana–; han elegido un hombre sin carisma, con una mentalidad del siglo XIX, ¡por Dios! ¡Cómo han podido!” “Hay que tener fe”, le sugiere otra señora, mucho más optimista, para quien la “Iglesia no se equivoca nunca, ya lo verán”.
La gente abandona la Plaza con lentitud. Hay aire de polémica en el lugar. Los romanos discuten de viva voz, siempre lo han hecho. Más tarde alguien nos contará que la RAI, la televisión estatal italiana, tuvo que dejar de preguntarle a la gente en directo qué les parecía el nuevo Papa, cuando se dieron cuenta de que a muchos no les había entusiasmado. “Demasiado conservador, no me gusta esta elección que han hecho”, afirmó la primera entrevistada, una estudiante italiana que vive en Alemania. Stop. No más preguntas a la gente. En Italia, desde hace un tiempo, la gente está acostumbrada a la censura “berlusconiana” en la tele.
Cae la noche sobre Roma. Hay nubes negras en el horizonte. El papado de Benedicto XVI acaba de comenzar.

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