EL MUNDO › ESCENARIO
› Por Santiago O’Donnell
No es éste un buen momento para los simpatizantes de la pena de muerte. Las grotescas imágenes de Saddam con la soga al cuello recibiendo la burla de sus verdugos dieron la vuelta al mundo por YouTube y obligaron a George W. Bush a sonrojarse y decir que hubiera deseado “una ejecución más digna”. Pero eso no es todo. En Italia un eurodiputado de 73 años, Marco Panella, terminó en el hospital esta semana tras nueve días de huelga de hambre para protestar en contra de la pena capital. Ese mismo país, con el apoyo de otros 85, acaba de presentar en las Naciones Unidas un pedido de moratoria universal de ejecuciones. La alta comisionada de Derechos Humanos de la ONU reclamó el viernes que pararan las ejecuciones en Irak y la bola de nieve sigue creciendo. El número de países sin pena de muerte creció de 16 en 1977 a 87 en la actualidad. Muchos más han declarado moratorias o la mantienen sólo para usarla en casos muy excepcionales, como la traición en tiempos de guerra, por lo que no la aplican desde hace décadas.
De hecho el único país de Occidente que mata a convictos por crímenes comunes es Estados Unidos.
Pero es precisamente en Estados Unidos donde el movimiento abolicionista ha ganado más terreno en el último año, lo cual habla de la fuerza del fenómeno, porque sucede a pesar de las secuelas del 9-11, a pesar de Bush y a pesar de ser el único país del mundo en el que el burdo linchamiento del carnicero de Bagdad fue más festejado que criticado, con la posible excepción de Irak. El año termina con una moratoria en el estado de Florida, uno de los pocos que seguía matando gente a ritmo sostenido hasta semanas atrás, y con otro estado, Nueva Jersey, a punto de convertirse en el primero en abolir la pena de muerte en los últimos 31 años. Las ejecuciones y las condenas han caído a la mitad del nivel registrado en 1999, dos años antes del ataque a las Torres Gemelas. A esto se suma una sentencia histórica de la Corte Suprema que en esencia prohíbe la ejecución de personas con retrasos mentales, y que tiene su correlato con otra sentencia histórica, en el 2005, que protege de la pena capital a menores de edad juzgados como adultos.
“Fue un año espectacular”, resume desde Nueva York Sarah Tofte, una de las responsables del mal momento laboral para los verdugos estadounidenses. Tofte es la investigadora de Human Rights Watch que puso sobre el tapete el tema de la crueldad del método de la inyección letal. Sobre la base de su investigación y los estudios médicos que le sucedieron, este año la Justicia suspendió la aplicación de la pena capital en los estados de California y Missouri con idénticos argumentos: que la inyección constituye un “castigo cruel e inusual”. En Florida, el gobernador Jeb Bush, hermano de George, tuvo que hacer lo mismo después de una grotesca ejecución el mes pasado que duró media hora porque el veneno no llegaba a la vena del condenado y que se resolvió con una segunda dosis mientras el recluso se retorcía de dolor a la vista de los testigos.
Con su estudio, Tofte demostró que desde que se creó el primer protocolo para la ejecución por inyección letal en 1976
(el año en que la Corte Suprema estadounidense reinstaló la pena de muerte), sus autores nunca se tomaron el trabajo de estudiar el efecto que el veneno tendría en las personas que lo recibirían y cómo habría que hacer para darle al convicto lo que Bush llama “una muerte más digna”. “Estamos aprendiendo que la inyección parece muy sanitaria, pero es una tortura terrible. Los convictos vienen apelando desde hace años con el argumento de que la inyección es muy dolorosa, pero recién ahora los jueces empiezan a aceptar el argumento,” explica Tofte.
La inyección se aplica en 37 de los 38 estados con pena de muerte en Estados Unidos, pero no siempre fue así. Antes los estados ofrecían un menú de opciones que casi siempre incluía la silla eléctrica y a veces la horca, y en algunos casos el pelotón de fusilamiento. Con el tiempo algunos métodos quedaron démodé. A principios de los ’90 un convicto se salvó de la horca en Oregon porque al pesar más de 120 kilos, según el juez que lo salvó, su estrangulamiento constituía un “castigo cruel e inusual”. En 1996 otro convicto se prendió fuego durante una ejecución por electrocución en Nebraska y la foto se convirtió en el ícono de la campaña abolicionista. Estos accidentes trajeron mucha prensa negativa para la horca y la silla eléctrica y por eso la inyección letal se impuso en los ’90 como el método más civilizado, al menos en apariencia. Que la evidencia médica demuestre lo contrario es una muy mala noticia para sus impulsores.
Otra mala noticia para la pena de muerte en Estados Unidos es el perfeccionamiento de los exámenes de ADN, que en los últimos años sirvieron para revertir más de 20 condenas de muerte en ese país. “Los casos de ADN tuvieron un enorme impacto en la opinión pública. Para quienes apoyan la pena de muerte el argumento de la inocencia es aún más difícil de digerir que el del castigo cruel. Por primera vez las encuestas muestran que la mitad de la población prefiere la reclusión perpetua a la pena de muerte para el delito de homicidio. Esto es un gran avance”, dice Tofte.
Pero un mal año para la pena de muerte no significa, ni por asomo, el fin del debate. A nivel mundial las ejecuciones legales han crecido desde el año pasado, con China, Estados Unidos, Irán, Irak, Pakistán y Arabia Saudita a la cabeza. Los saudíes sobresalen por sus decapitaciones y los iraníes por sus muy públicos ahorcamientos múltiples. El nuevo secretario general de la ONU, Ban Ki Moon, debutó en su cargo afirmando que “la pena de muerte es una materia sobre la cual cada país debe decidir”, contrariando la posición oficial del organismo en contra de la pena capital y la opinión de su predecesor, Kofi Annan, que había sido muy crítico de la ejecución de Saddam. El país de Ban, Corea del Sur, mantiene la pena de muerte pero no tuvo ejecuciones el año pasado. Ningún presidente en la historia de los Estados Unidos se ha pronunciado en contra de la pena capital estando en funciones y W. Bush no va a quebrar la racha. En América latina queda el recuerdo de los fusilamientos del 2003 en Cuba, y, recientemente, la campaña de Alan García para implantar la pena de muerte en Perú.
Mientras Florida, Missouri y California revisan sus protocolos, supuestamente para mejorar las inyecciones para volver a matar, le pregunto a Tofte si su estudio no habrá ayudado a los estados de su país a matar mejor. “Lo pensé pero no lo creo”, contesta. “La gran mayoría de los estados que entran en moratoria para estudiar más el tema, al tomar más conciencia de lo que significa, no vuelven a aplicarla. Algunas moratorias ya han durado más de medio siglo. En cuanto a mi estudio, yo no recomiendo métodos alternativos ni explico cómo hacer inyecciones menos dolorosas. Si sirve para parar las ejecuciones, aunque sea temporariamente, es una victoria. Si encuentran una solución, no importa. Siempre habrá otras maneras de atacar a la pena de muerte, y mientras tanto habremos avanzado”, dice, y lo dice tan convencida que uno termina creyendo que 2007 puede ser, para ella y su causa, todavía mucho mejor.
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