EL MUNDO › DIEZ AÑOS EN EL PODER Y ONCE BIOGRAFIAS DESPUES, LAS DUDAS PERSISTEN
Los biógrafos de Blair coinciden en que podría haber sido un exitoso músico, actor o empresario, pero no encuentran indicios en su juventud de una genuina vocación de primer ministro. Cómo influyó su formación cristiana y su debilidad por los famosos.
› Por Marcelo Justo
Desde Londres
En 1997 se convirtió en el primer ministro más joven y abandonará el poder el próximo 27 junio como el primer laborista que ganó tres elecciones consecutivas. En sus diez años en el poder se publicaron unas 11 biografías suyas, otro record para un político de apenas 54 años. Los biógrafos de Blair coinciden en que esta quintaesencia del político exitoso podría haber sido músico, actor, empresario del mundo del espectáculo o abogado de grandes compañías. Ni siquiera con esa voluntad de reescribir la historia individual y colectiva que anima tantas miradas retrospectivas es posible encontrar un indicio de genuina vocación en el primer ministro que permaneció más tiempo en el poder después de la reina absoluta en la materia en el último siglo: Margaret Thatcher.
A diferencia de Gordon Brown o de la mayoría de sus ex ministros que recorrieron el camino tradicional que lleva del compromiso político al gobierno –militancia estudiantil, activismo partidario, cargos sindicales, municipales–, Blair dio su primer discurso público en 1982, a los 29 años, durante su fallida campaña para convertirse en diputado. Blair no militó en la universidad, no se convirtió en presidente de la Unión de Estudiantes en Oxford, no fue polemista y ni siquiera se destacó por recibirse de abogado con notas sobresalientes. Lo más llamativo de esta época es que tocó la guitarra en una banda de cortísima duración, “Ugly Rumours” (Rumores espantosos). Ninguno de sus biógrafos logra rescatar algún profesor o amigo que pueda demostrar, con algún recuerdo clave, que Blair se convertiría en poco tiempo en el político más exitoso de la historia del laborismo. El único antecedente familiar que podría augurar un futuro en política, parece un error. Su padre, Leo Blair, fue un fervoroso conservador, que llegó a la presidencia de una asociación local partidaria y tuvo que abandonar su ambición de convertirse en diputado “tory” porque sufrió un infarto.
Los biógrafos de Blair parten de su cristianismo para intentar hallar una lógica a su carrera política. El mismo Tony Blair ha dicho que el diálogo que mantuvo con un sacerdote australiano, Peter Thompson, durante su primer año de la Facultad de Abogacía de la Universidad, fue clave en su búsqueda de un socialismo cristiano y su deseo de cambio social. La marca de esta religiosidad se ve en el tono mesiánico de muchos discursos, como cuando prometió, poco después de los atentados del 11 de septiembre, un nuevo orden internacional en el que lucharía sin cesar para solucionar los problemas del mundo porque “los hambrientos, los miserables, los desposeídos, los ignorantes son también nuestra causa”. Para Anthony Sheldon, autor de Blair, este fervoroso cristianismo de púlpito es un elemento central de su ideología y su determinación. “Ve el mundo como una lucha entre el bien y el mal. Está totalmente convencido de que es uno de los iluminados, que sólo él puede resolver los problemas y sintetizar las diferencias”, dijo Sheldon.
Este rasgo quedó claro en el discurso que dio el jueves pasado para anunciar la fecha de su renuncia. “Cuando empecé en política, la gente era liberal o conservadora en temas sociales, estaba a favor del Estado o el individuo en temas económicos. Ninguna de estas dicotomías tenían sentido para mí. Hemos cambiado esta manera de ver las cosas. Hoy la gente sabe que el Estado es importante, pero que también el individuo es responsable de sus actos. Hoy la gente es abierta en cuestiones raciales y sexuales, pero también quiere que se guarden normas básicas de respeto y cortesía.” Esta resolución banal de la “doxa” pública se plasmó en la llamada tercera vía, “a medio camino entre el socialismo y, capitalismo”, que no pasó de ser una sarta de abstracciones que chocaban con la obvia atracción que sentía por el mundo de los famosos y el dinero. En sus diez años en el poder, las vacaciones de Blair se hicieron cada vez más polémicas por su tendencia a aceptar invitaciones a mansiones o yates de multimillonarios, entre ellos el impresentable Silvio Berlusconi, y hasta un empresario contribuyente a la campaña de los conservadores, sir Anthony Bamford. El ex líder del Partido Laborista Neil Kinnock lo resumió con una frase devastadora: “A Blair lo impresiona mucho el dinero, el poder y los uniformes”.
Cómodo en este mundo, Blair fue acusado de oportunismo ideológico, de refugiarse en una retórica vistosa y abstracta para eludir definiciones conflictivas. Todo esto cambió con Irak. En Saddam Hussein y el 11 de septiembre Blair pudo encarnar la presencia del mal y de una llamada religiosa para enfrentarlo, buscando convencer a un mundo escéptico de la verdad revelada. Kosovo y Afganistán habían sido precedentes exitosos, aventuras militares que Blair había presentado como misiones humanitarias y que habían extendido la influencia británica a nivel mundial. El caso de Irak era más complejo. En Tony Blair, el precio del liderazgo, otro biógrafo del primer ministro, Phillip Stephens, señala que esa gran capacidad persuasiva de Blair y su convicción de que sólo él tiene la verdad “de ser una gran ventaja política pasaron a ser un obstinado defecto”. No sólo eso. Con Irak, Tony Blair se encontró con algo para lo que no estaba preparado: la derrota y su epitafio.
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