Mar 09.10.2007

EL MUNDO  › VIGILIA EN EL PUEBLITO BOLIVIANO DONDE ASESINARON A GUEVARA HACE CUARENTA AÑOS

Un recuerdo iluminado del Che en La Higuera

La Higuera todavía hoy, cuarenta años después del día en que los rangers acribillaron a Ernesto Guevara, sigue sin luz eléctrica. La oscuridad mitigada por los flashes y fogatas fue el marco para que todos recordaran los últimos pasos del Che.

› Por Martín Piqué
desde La Higuera

Las linternas se distinguen desde lejos, los focos se menean como bichitos de luz que se consumen en el aire. La noche está llena de estrellas pero no hay luna, las sierras agregan otras sombras de una altura intimidante. El poblado que recibió al Che vivo el 8 de octubre de 1967 y lo devolvió muerto un día después está en completa oscuridad. La Higuera no tiene energía eléctrica. Los visitantes que van llegando se guían por el ruido que hacen las piedras al caminar. La única iluminación proviene de las pocas linternas que se trajeron desde Vallegrande; más adelante se escuchará el ronroneo de un grupo electrógeno que alimenta los tres faroles del escenario. En medio de la negrura más espesa, los recién llegados se la rebuscan para llegar hasta la famosa escuelita en la que mataron a Ernesto Guevara. No se ve demasiado, es casi imposible distinguir los detalles de la construcción. Los flashes de los fotógrafos, la luz de algunas cámaras de video y cuatro velas encendidas alumbran de manera muy tenue. Sólo así se alcanza a distinguir lo que una mano anónima escribió en el marco de la puerta: “Por aquí salió un hombre camino a la eternidad”.

Para llegar al acto en La Higuera hubo que superar 62 kilómetros de camino de cornisa, de noche y atravesando varias capas de neblina. La bruma se iba diluyendo a medida que los vehículos subían los cerros, hasta llegar a la altura del Abra del Picocho, 2280 metros, el pico más alto de las sierras que se extienden desde Vallegrande. En ese lugar el Che participó de una fiesta patronal doce días antes de ser cercado. Después de tres horas y media de viaje, el poblado aparece tras la última curva esquinada. Cuando alguna linterna lo permite, o una vela prendida a través de una ventana, se llega a distinguir las primeras formas. Son unas pocas casas blancas, de tejas de estilo colonial, dispersas a ambos costados de la ruta. Algunas parecen ser de adobe, todas muestran el efecto del paso del tiempo.

Como si un guión que busca generar suspenso hubiera estado escrito en algún lado, la escuelita está al final del pueblo, detrás de un espacio abierto que los organizadores destinaron al palco. En ese lugar también colocaron un montón de leña que será prendido fuego entrada la madrugada, cuando terminen los discursos y comience la vigilia. La Higuera está llena de imágenes del Che; detrás del escenario se ve una gran bandera con su rostro. El acto comienza con música y durante las próximas horas las melodías se sucederán entre los discursos. Por el micrófono pasa el embajador de Cuba, Rafael Dausá Céspedes; el ex compañero del Che en la guerrilla boliviana Leonardo Tamayo, conocido como Urbano; delegados de los alfabetizadores y médicos de la isla. El frío de la noche a dos mil metros hace que muchos prefieran moverse que permanecer quietos. Se despliegan frazadas, bolsas de dormir; otros optan por las bebidas fuertes.

La madrugada va haciendo caer a los más cansados. El locutor anuncia que prenderán fuego a la montaña de ramas; los despiertos y los somnolientos se acercan para calentarse y ver todo de cerca. Los cubanos prenden la fogata y el embajador recuerda lo que dice la inscripción de la puerta de la escuelita: “Por aquí salió un hombre camino a la eternidad”. El diplomático dice que éste no debe ser un día triste y que el Che sigue vivo en las luchas de los pueblos latinoamericanos. Suena el grito de “hasta la victoria, siempre”, le sigue el infaltable de “Patria o Muerte, venceremos”. Muchos jóvenes toman muy en serio lo de evitar la tristeza: un baile frenético se desata cerca del fuego. Otros se van encorvando por el cansancio y terminan acostados en el piso, sobre bolsas de dormir, envueltos en todo lo que haya a mano. Algunos visitantes tienen suerte. Alguien les presta un lugar para dormir algunas horas, para despertarse antes del amanecer. El cronista y el fotógrafo de Página/12 reciben una inesperada oferta para tirarse un rato en “la casa del telegrafista”, una posada que ahora es propiedad de un francés. Dos hamacas paraguayas terminan ocupadas por los enviados de este diario.

A las cinco y media de la mañana el frío atroz y el cantar de los gallos –Vallegrande es conocida por su producción de pollos– obligan a ponerse de pie. Desde el patio de “la casa del telegrafista” se ven por primera vez las sierras con toda su magnitud. El verde del monte todavía tiene tonos azulados. Los periodistas de este diario aún no lo saben, pero en ese preciso lugar se vivió uno de los últimos episodios del Che libre en La Higuera. El 26 de septiembre de 1967, tras entrar al poblado y notar que no se veían varones, Guevara mandó a uno de sus hombres a la oficina del telegrafista para controlar los últimos despachos a Vallegrande. El encargo lo recibió Coco Peredo. Volvió con un telegrama que advertía “presencia guerrillera en la zona”. Coco Peredo murió ese mismo día, producto de una emboscada que dejó otras dos bajas.

Cada rincón tiene su historia, sus anécdotas. Los pobladores de La Higuera se han convertido en especialistas de la evocación del pasado de cada parte de la villa. Por todos lados hay escenarios naturales de la caída o el paso de algún miembro de la guerrilla del Che. Sin embargo, muchos visitantes no se mueven con la solemnidad casi religiosa que suele surgir espontáneamente ante los lugares asociados a hechos trágicos. Sentados frente a la escuelita hay jóvenes acostados, sacándose fotos, charlando en voz muy alta. Es una forma distinta de apropiación del espacio. El movimiento delante de la escuela cambia a partir de las siete de la mañana, cuando un vecino con sombrero de cowboy típico del oriente boliviano abre la puerta para que puedan entrar los forasteros.

Con aval de la subprefectura de Vallegrande, el boliviano del sombrero cobra cinco bolivianos la entrada. Es el precio que hay que pagar para ver el lugar en el que los rangers mataron al Che. Lo primero que impresiona son los dos mínimos pupitres de madera: vuelven más grande una salita que en rigor es muy pequeña. En el techo hay un mural hecho por dos artistas argentinos, Mono Saavedra y Mariela Aguirrezábal, sobre las paredes dedicatorias al Che de Japón, Francia, en todos los idiomas. Entre las palabras de respeto y amor se ve un folleto turístico en inglés que publicita cabalgatas en la localidad de Samaipata (Horse Riding propone un gringo de nombre Michael Blendinger).

De todo lo que se ve en la escuelita es difícil no fijar la vista en los dos carteles que comparan la “relación de bajas de la guerrilla” con la “relación de bajas del Ejército”. El primero contiene 38 muertos, el segundo declara unos 51. Las dos listas de nombres están una al lado de otra, como si se buscara dar una versión equilibrada de la historia. Que ése fue el objetivo de la Prefectura de Vallegrande al organizar el museo queda claro al revisar las demás paredes. Allí se intercalan fragmentos del diario del Che en Bolivia con relatos de Gary Prado, el militar boliviano que dirigió las operaciones contra la guerrilla y recibió la orden de matar al Che.

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