EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Luis Bruschtein
Las amenazas del movimiento autonomista que se opone a Evo Morales, de partir por la mitad a Bolivia, solamente podrían concretarse con la complicidad de Argentina y Brasil. Aunque tengan el respaldo de los Estados Unidos, los departamentos rebeldes no tienen destino autárquico sin el guiño de sus vecinos, que son los principales consumidores del petróleo y el gas que producen.
El dirigente más destacado de la oposición conservadora boliviana, el prefecto del departamento de Santa Cruz, Rubén Costas, no se ha mostrado interesado en abrir esa vía. Cuando Argentina estaba en pleno conflicto por las retenciones, Costas dijo en un acto público que los autonomistas opositores a Evo Morales, los productores rurales de Argentina y el movimiento de juventudes antichavistas de Venezuela estaban poniendo de pie a la democracia en Sudamérica. Así planteó el escenario de sus posibles alianzas regionales. No hizo ningún intento por seducir a los gobiernos de Argentina y Brasil sino que, en todo caso, se limitó a expresar una identidad ideológica.
Costas no busca posicionarse para una eventual separación de la Media Luna. Porque no le interesa la escisión, que sólo utiliza como presión. La amenaza autonomista-independentista es en este caso una herramienta para desgastar al gobierno de La Paz con una bandera que tiene un peso simbólico fuerte para los habitantes de esos departamentos. Era una reivindicación latente en esas comunidades, a la que ningún político había prestado atención hasta que brotó como un regalo para los sectores que rechazan en forma salvaje las reformas que trata de impulsar Evo Morales. Es paradójico: se opusieron a las nacionalizaciones, pero están haciendo huelgas de hambre para reclamar una cuota de la renta petrolera que se obtuvo gracias a ellas.
Evo maneja ahora un Estado que por primera vez no es deficitario, gracias a unas nacionalizaciones que ya nadie discute en un planeta donde los precios de los hidrocarburos se fueron a las nubes. La disputa es ahora por la renta que generan. Con esa caja pública, Evo tiene una formidable herramienta para impulsar cambios que democraticen a una de las sociedades más desiguales e injustas.
Cualquier ruptura o salida violenta del conflicto en Bolivia sería desestabilizante para sus vecinos. La industria paulista, que no ve con buenos ojos que sea Evo Morales el que abra o cierre la canilla de la mayor parte de la energía que consume, sería severamente afectada por una remezón brutal. A nadie le conviene que Bolivia se divida, pero sí que se vaya Evo. Por eso, lo más probable es que los autonomistas no se independicen, sino que se queden para bloquear, obstaculizar e impedir.
Con ayuda de los medios, tras los referendos autonomistas parecía que Evo había perdido respaldo y legitimidad. Los medios machacaron sobre dos caballitos de batalla: la ineficiencia, apoyándose en el desprecio tradicional de las clases acomodadas hacia las poblaciones indígenas que representa Evo. Y el autoritarismo, usando en forma equívoca el conflicto autonomismo-centralismo como equivalente a democracia-autoritarismo. Pero también lo acusaron de racista al revés, hablando del “fundamentalismo aymara” haciendo recordar a los talibán. Incluso intentaron hacer una campaña internacional que fue repudiada por los organismos de derechos humanos de la OEA y la ONU. Y promovieron acciones callejeras violentas, de un voltaje desproporcionado con los reclamos que impulsaban, con bloqueos salvajes de rutas, ocupaciones del Parlamento y de aeropuertos. Y así, Evo también fue acusado de represor sangriento.
Pocos días antes del 10 de agosto pasado, Evo era mostrado como un tirano acorralado, un gobierno pintoresco de indígenas, pero desbordado por la ignorancia y la incapacidad. La oposición, que controla el Senado, había abierto la posibilidad del referendo revocatorio, pensando que Evo no pasaría la prueba. Le dieron la posibilidad de pasar a la contraofensiva porque necesitaba revalidar sus títulos después de los referendos autonómicos y demostrar que mantenía el respaldo popular.
Una parte de la izquierda también jugó al desgaste. Lo criticaron por nacionalizar el petróleo sin expropiar a las petroleras y le echan en cara que haya integrado “blancoides” como el vice Alvaro García Linera. El secretario ejecutivo de la Central Obrera Departamental (COD), de Oruro, Jaime Solares, promovió un durísimo conflicto de mineros, que dejó un saldo de dos muertos, dos días antes del referendo revocatorio, el mismo día que un grupo de derechistas tomó en forma violenta el aeropuerto de Tarija para impedir la llegada de los presidentes de Argentina y Venezuela. Solares –que califica a Evo de populista porque no impulsa el socialismo– fue acusado de coordinar las protestas con los derechistas de Santa Cruz y Tarija, y en el movimiento obrero pidieron su alejamiento. La oposición a Evo no solamente es la derecha más conservadora, sino que también tiene una vertiente de izquierda, supuestamente dura, que actúa en forma coordinada con los autonomistas. Solares ahora “pasó a la clandestinidad” y acusa al gobierno de intentar secuestrarlo.
Evo había ganado las elecciones presidenciales con el 54 por ciento de los votos y se convirtió en el presidente más votado en la historia de su país. El domingo obtuvo el 62 por ciento, ocho puntos más, y rompió su propio record. Incluso aumentó su caudal en los departamentos controlados por la derecha. Había sacado el 25 por ciento en Santa Cruz cuando ganó la presidencia, y el domingo rozó el 40 por ciento.
Tras el resultado, convocó al diálogo y ofreció a la oposición compatibilizar los proyectos autonómicos con la nueva Constitución. Pero los cuestionamientos de la derecha a su gobierno van mucho más allá de las autonomías. Se trata de un universo cultural que siente amenazados sus históricos privilegios raciales, sociales y económicos, lo que lleva permanentemente a la política hacia callejones sin salida. Evo se ha propuesto la tarea más difícil: penetrar esa dura coraza de prejuicios y privilegios en forma pacífica, sin dolor.
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