EL MUNDO • SUBNOTA › EL TESTIMONIO DE UN REFUGIADO PALESTINO DEL NORTE DE GAZA
› Por María Laura Carpineta
Parece un barrio muy pobre del conurbano bonaerense: casas de cemento pegadas unas a otras, calles internas y un clima de marginalidad que se refleja en cada mirada y cada palabra. En el campo de refugiados Jabalia viven cerca de 110 mil palestinos, apiñados, muertos de hambre y enojados. “Es una prisión. No podemos salir porque no tenemos nafta para el auto y porque, a pesar de los bombardeos, es más seguro quedarse adentro de las casas. Pero si nos quedamos demasiado tiempo nos vamos a morir de hambre”, explicó vía telefónica Jamal Zaqut, un empleado estatal de 52 años, que vive con su madre, su esposa y sus ocho hijos. De fondo se escuchan explosiones lejanas.
Zaqut vivió toda su vida en el campo de refugiados. Su abuelo se instaló en 1948, cuando él y otros 35 mil palestinos se escaparon del sur del nuevo territorio israelí y se asentaron en el medio del desierto, en lo que más tarde se convirtió en la Franja de Gaza. Su abuelo, después su padre y ahora él y su familia viven en una casa de cemento de cien metros cuadrados, un privilegio para el barrio. Zaqut cobra un sueldo de mil dólares de la Autoridad Palestina, en Cisjordania, por ayudar a manejar el campo de refugiados, pero está desesperado porque no tiene qué darles de comer a sus hijos.
“Estamos sin agua, comida y medicamentos. Es muy difícil vivir acá y no sólo por las bombas. Israel comenzó el bloqueo contra nosotros hace tres años”, explicó. Zaqut no habla mucho inglés, pero se esfuerza para hacerse entender. Quiere que se sepa lo que él, su familia y todos sus amigos están viviendo. Hace dos semanas, la oficina de las Naciones Unidas que dirige el campo de Jabalia le comunicó que se acabaron las provisiones. Cerca de 20 mil palestinos dependen de esa ayuda en el campo. “Si un 20 por ciento de campo ya era pobre, ahora incluso los que tenemos dinero no podemos comer”, aseguró Zaqut. La comida es sólo una de las necesidades que desvelan al empleado público. En la abarrotada barriada, sólo hay electricidad entre cuatro y cinco horas por día, el gas escasea y el combustible es un lujo. Los hospitales hace meses que ya no realizan cirugías.
En los bombardeos de los últimos días, al menos 21 vecinos murieron y alrededor de cien personas resultaron heridas. El campo de Jabalia fue un objetivo de los F-16 israelíes desde el principio. “Nos bombardearon el sábado, el domingo, el lunes y hoy se escucharon explosiones durante todo el día”, relató Zaqut, ya entrada la madrugada. No es casualidad el ensañamiento. Allí, hace 21 años, explotó la primera Intifada.
Los jóvenes e incluso los niños aún sostienen en alto una piedra cuando quieren demostrar su bronca contra Israel. En 1987 la constante e indiscriminada represión de los soldados ocupantes provocó una resistencia popular conocida como la Guerra de las Piedras. Miles de palestinos, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, salieron a las calles a hacerles frente a las ametralladoras automáticas israelíes. La revuelta, que se extendió rápidamente a toda la Franja y a Cisjordania, duró cuatro años y les costó la vida a 1162 palestinos y 160 israelíes.
Esa bronca sigue viva en los pasillos de Jabalia y, desde el sábado pasado, está creciendo. “Otra vez Israel ataca al pueblo palestino; no a Hamas, sino al pueblo”, dijo enojado Zaqut. El no votó por Hamas en 2006 y tampoco es afiliado de Fatah, la facción política que controla el gobierno de la Autoridad Palestina y el otro territorio palestino, Cisjordania. “No sé en la ciudad de Gaza, pero acá, en el campo, no se derriban los edificios del gobierno, sino casas de simples palestinos.” De los 21 muertos en el campamento de refugiados, sólo siete eran hombres de Hamas.
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