EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Washington Uranga
La condición de ser o haber sido víctima no le da a nadie patente o credencial de victimario. Tampoco autorización para asesinar. No hay derecho que pueda asentarse sobre la violación de otro derecho. Una muerte, ni aquella que se produce en el entorno más próximo, habilita a generar más muerte. La venganza no subsana el daño anterior. No hay legítima defensa cuando la reacción es clara y evidentemente desproporcionada frente a la agresión que la originó. La muerte sólo engendra muerte.
Los intereses, así sean legítimos, cuando sólo se entienden y se ejercen de manera egoísta, sectaria o excluyente, también son fuente de dolor y de muerte. Así pierden el sentido que les da razón para convertirse en un argumento para atropellar a otros.
Todas estas afirmaciones suelen ser aceptadas en cualquier diálogo medianamente civilizado entre personas que se consideran inteligentes y capaces de actuar con racionalidad. En condiciones “normales” la mayoría de estas personas se autoproclamarán defensoras de la causa de los derechos humanos. Pero es posible que, involucrados en la lógica de la guerra, estos mismos sujetos terminen negando con sus prácticas y explicaciones cualquiera de estos derechos y certezas. Una vez que se ingresa en la dinámica de la conflagración, las razones dejan de tener sentido y los argumentos pierden validez. No sólo para las partes beligerantes en el terreno, sino para todos aquellos que toman partido por uno u otro bando. El único argumento que vale es la aniquilación del enemigo. Y no hay distinción posible entre el combatiente, la población civil, los niños y los enfermos. La muerte no admite distinciones: todos son víctimas. Todos son muertos. El resto es retórica. Para el agresor serán “daños colaterales”. Para el agredido, “víctimas inocentes”. Roles que pueden invertirse en apenas milésimas de segundo. Cruel común denominador: la muerte.
Tampoco en materia de derechos existe igualdad absoluta y a secas. Aquí, en Israel y en Gaza; en Irak, Afganistán, Nueva York y en Barrio Norte, La Cava, Vicente López o la Villa 31, la vida debería tener el mismo valor. Pero no es así. Quienes ejercen el poder ostentan también el privilegio de tener derechos, mientras otros están condenados a ni siquiera poder ejercerlos. Y a los que tienen el poder hasta les asiste la posibilidad de no ser condenados por las mismas acciones que a otros les acarrearía el repudio y la represalia internacional. En ese caso el silencio, la dilación, la omisión y hasta las declaraciones altisonantes en favor de la paz son una forma más de violencia, de atentado contra la vida, de complicidad con el genocidio.
El terrorismo no es un recurso válido para restablecer derechos por más legítimos que éstos sean. También hay que consignar que son muchas las acciones que pueden ser calificadas de terroristas y no sólo aquellas que son señaladas como tales por los titulares de los grandes medios. Por de pronto, es terrorista toda iniciativa violenta que atente de manera indiscriminada contra la vida o la integridad de la población civil inocente.
No se puede hacer la guerra utilizando vanamente el argumento de la paz. La justicia no puede estar de parte del más fuerte por el solo hecho de serlo y de ejercer ese poder con sangrienta contundencia. El derecho de Israel a existir como Estado no puede ser excluyente del mismo derecho para el pueblo palestino. Esto exige el cumplimiento de acuerdos internacionales existentes y generar condiciones políticas de factibilidad. En un problema complejo como éste, hay que salir de la coyuntura para mirar las razones históricas. De todas las partes, no sólo de alguna de ellas.
La falta de equivalencia entre las fuerzas en conflicto –no sólo por el despliegue bélico y tecnológico, sino también por la inequidad de la acción (¿inacción?) internacional que encubre la masacre– caracteriza una fase más de la estrategia bélica israelí-norteamericana de cuya complicidad no están exentos ni los grandes del mundo capitalista, ni muchos árabes enemigos de los palestinos.
Pero en medio de este debate, lucha por el poder, cruzada por ambiciones políticas y económicas, lo único y realmente crítico y grave es la muerte. Nadie en su sano juicio podría negar que la vida es un valor supremo a defender en la sociedad actual. Lo triste es que tengamos más argumentos para justificar la muerte que para salvaguardar la vida. Lo real y concreto, sólo la muerte.
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