Mié 08.04.2009

EL MUNDO • SUBNOTA  › OPINIóN

Mano dura

› Por Luis Bruschtein

La condena a Fujimori en Perú por violación a los derechos humanos es la primera a un ex presidente elegido en forma democrática y se proyecta hacia el resto de América latina como advertencia en cuanto a los límites del ejercicio del poder político. En las dictaduras, el gobernante no tiene un marco constitucional. En las democracias, sí. Asume con el compromiso de respetar la Constitución. Por lo que su responsabilidad en el caso de violarla es mayor aún que la de las dictaduras. El que asume un gobierno democrático tiene más obligaciones que una dictadura. El ser democrático no lo exime, sino que lo obliga a respetar la Constitución. Y por lo mismo, y aunque suene a paradoja, el haber sido presidente en democracia es un agravante en este caso y no un atenuante.

La paradoja es mayor, porque Keiko, la hija de Fujimori, es la candidata que mejor mide en las encuestas para las presidenciales peruanas de 2011. Por ahora es una mayoría circunstancial y muy parcial en un país donde la crisis de representatividad y el desprestigio del sistema político están en niveles parecidos a los argentinos del 2001.

Pero a esa mayoría parcial parecen no afectarle los delitos cometidos por el ex presidente. La pregunta es si una mayoría en determinado momento puede legalizar crímenes de lesa humanidad como una práctica permitida a los gobiernos. Lo de Fujimori fue mano dura contra el terrorismo, como podría haber sido mano dura contra el delito, como se plantea en Argentina desde algún sector.

Para ejercer esa política, Fujimori le dio libertad de acción a su asesor en seguridad Vladimir Montesinos. Además de las masacres y las torturas, en poco tiempo Montesinos había acumulado una gran fortuna personal y había reconvertido a las fuerzas armadas y de seguridad en un gran aparato de extorsión y espionaje contra críticos, opositores, y también de empresarios, muchos de los cuales habían reclamado la aplicación de esa política. Montesinos está cumpliendo ahora una condena por veinte años y su caída fue el preámbulo de la de su presidente.

En Argentina no tendría que causar sorpresa estos supuestos “desbordes” no deseados si se recuerdan los secuestros de empresarios, los botines de guerra o los crímenes de políticos opositores o por disputas entre las bandas de represores durante la dictadura. Y las bandas de mano de obra desocupada que persistieron varios años. Ni hablar de las guerras contra Chile –que no fue por un pelo– y contra la OTAN por Malvinas. La ilegalidad y el abuso de la violencia por parte del Estado tienen sus propias reglas como lo demuestran Videla, Massera y después Fujimori. Y esas reglas terminan modelando a las instituciones a su imagen y semejanza.

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