Lunes, 10 de enero de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno *
A una semana de haber asumido como la primera mujer presidenta del mayor país latinoamericano, Dilma Rousseff dejó indicios consistentes de cómo podrá ser su gobierno. Justificó la fama de dura y exigente, lució habilidades de conspiradora, exhibió la frialdad de quien sabe que el juego será duro, y que está lista para jugarlo.
Dejó bien claras, además, las diferencias de estilo con su fulgurante antecesor, Lula da Silva. En su primera semana Dilma Rousseff no salió del Palacio, no se expuso a combates menores, fue rápida y directa frente a movimientos que le podrían causar malestar e incomodidad. Ha sido de una puntualidad rigurosa, y se mostró una jefa implacable. Que lo diga su flamante ministro de Justicia, José Eduardo Cardozo, elección personal de ella. Uno de esos días, luego de una mañana exasperante, Cardozo fue a almorzar a un restaurante de Brasilia. Mal empezaba a disfrutar de la comida cuando sonó el celular. Era Dilma, pidiendo que fuese a su encuentro. “Estoy terminando de almorzar, voy enseguida”, contestó Cardozo. Fue cuando el estilo Dilma cruzó los cielos con la rapidez y la eficiencia de un rayo: “Pues traiga su plato y coma aquí, mientras hablamos. ¿Está en un restaurante? ¿Es que no hay cocina en su ministerio?”. Todo dicho con aire socarrón, pero no por eso menos asustador. En menos de diez minutos Cardozo se adentraba en el despacho presidencial. El plato quedó a medio comer, en la mesa puesta.
Quien la conoce bien, y principalmente quien trabajó con ella, sabe que no se trata de ímpetus de iniciante. Así serán sus cuatro años. Exigir tiempo, eficacia y claridad de explicaciones y propuestas son pilares básicos de su personalidad.
El primero de los encontronazos entre integrantes de su gabinete ocurrió en el día de pose de sus ministros. Mientras la secretaria de Estado de Derechos Humanos, María do Rosario, pedía, en su discurso inaugural, que el Congreso apresurase las medidas para instaurar una Comisión de la Verdad, a cuyo encargo quedará aclarar lo que pasó en las mazmorras de la dictadura (1964-1985), el ministro-jefe del Gabinete de Seguridad Institucional, general José Elito Siqueira, contestó que no había razones para avergonzarse o vanagloriarse de lo que pasó en aquel período, los desaparecidos inclusive. Al día siguiente Dilma lo convocó para exigirle explicaciones. Insólito y curioso: la ex militante de una organización armada, presa y salvajemente torturada, exigiéndole explicaciones a un militar salido de la escuela de oficiales en 1969, cuando la tortura imperaba en Brasil. El general musitó explicaciones, dijo que había sido malinterpretado, y ya. Al final de esa primera semana en Brasilia poca gente apostaría un centavo a que Siqueira terminará el año en el puesto.
Otros problemas esperados e ineludibles se hicieron presentes. Frente a uno de ellos, el rebote inflacionario (2010 terminó con una inflación de 5,9 por ciento, la más elevada en ocho años), se optó por no anunciar ninguna medida. Pero frente a otro, igual de urgente, la excesiva valorización del real frente al dólar, el gobierno hizo un primer y sorprendente movimiento, desalentando a la vorágine especulativa de la banca. En 90 días, el 60 por ciento del volumen de dinero dedicado a las apuestas de los bancos en la cotización futura del dólar tendrá que ser depositado en las arcas del Tesoro Nacional, sin ninguna especie de remuneración. Es decir, un banco que haya vendido en el mercado futuro 10 millones de dólares, forzando la valorización del real, tendrá que recoger de manera compulsiva otros 6 millones. Al día siguiente, la moneda norteamericana se valorizó 1,7 por ciento frente al real. Otras medidas vendrán, pero ya quedó evidente que en su gobierno la política monetaria será mucho menos ortodoxa que con Lula, cuando el Banco Central fue presidido por Henrique Meirelles, un ex presidente global del Bank Boston. Su sucesor, Alexandre Tombini, un respetado funcionario de carrera, mostró que actuará en armonía con el ministro de Hacienda que Dilma heredó de Lula, el desarrollista Guido Mantega, que vivía a los encontronazos con el monetarista Meirelles.
Dilma se mostró igualmente dura al ver la furia y el apetito de las dos principales fuerzas de la alianza de gobierno –el PT, su partido, y el PMDB– enfrentándose por la disputa de puestos, cargos, espacio político y, en fin, presupuestos. Cuando el PMDB empezó a insinuar que, de no ver satisfechas sus aspiraciones, podría crear problemas en el Congreso, Dilma ordenó que de inmediato se suspendiesen todos los nombramientos para cargos de segunda línea (los de primera ya están ocupados). Los retomará cuando empiece el nuevo período legislativo, en marzo. Es decir: dejó claro que no aceptará tan fácilmente cierta clase de presión y de chantaje. Que primero se acomoden en sus escaños parlamentarios, se dividan en comisiones, midan sus fuerzas reales. Y sólo entonces se presenten para conversar y negociar, y no para amenazar y presionar.
Por lo que se pudo ver en esta primera semana, ya no habrá en el Palacio do Planalto ni pizca del humor y de algarabía de los tiempos de Lula. Pero que nadie espere encontrar a una señora tratando de ubicarse y, por lo tanto, fácil de manipular. Al contrario: por la determinación con que bajó instrucciones a sus ministros, quedó evidente que hay miles y miles de empleos bien más cómodos y bastante más fáciles de llevar que el de ministro de la primera mujer en presidir Brasil.
* Escritor y periodista.
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