EL MUNDO
Canillas de oro y ruinas
“Haceme una entrevista.” Así saludaban siempre los marines, con la misma aburrida muletilla, holgazaneando sobre las tumbonas con las que el Pentágono parece haber equipado los blindados de transporte de tropas. El cabo René Atkinson, nacido en Madrid hace 20 años –”mis papás estaban de vacaciones en España, señor, entonces vivían en México”, explicaba en buen castellano—, vigilaba el descomunal arco triunfal de piedra arenisca que da paso al palacio de Al Faruk, coronado por dos estatuas de Sadam a caballo sobre un pedestal de misiles.
“Este palacio se terminó de reconstruir en 1999 para conmemorar la derrota de británicos y norteamericanos en 1991”, reza una placa junto a la puerta principal de un palacio con aires de residencia de marajá indio. Mármol, mucho mármol, raras maderas en las inacabables puertas, finos estucos y alabastro. Una bañera octogonal junto a un bidé con canillas de oro, con plácidas vistas al manso cauce del Tigris. Pero las bombas de la aviación de EE.UU. lo convirtieron en una ruina en medio de un jardín de palmeras rodeado de villas para invitados.
Omar, de 22 años, escondía bajo su camiseta dos teléfonos recién robados de un ala del palacio del Sur. “Trabajé aquí durante cuatro años como aprendiz de albañil, sólo vengo a recoger lo que es mío”, se justificaba antes de huir ante la presencia de un marine y un periodista norteamericano que se llevaba como recuerdo de la visita al palacio una escobilla de retrete con mango dorado. La desolación del bombardeado palacio era palpable incluso en el espectacular salón de baile con una veranda abierta a las praderas del Tigris, sobre el que colgaba una gran lámpara de araña de cristal de bohemia que parecía haberse salvado de los B-52 y de los saqueadores. El resto sólo esa ya un polvoriento escenario de hierros retorcidos, escombros de mármol y cascotes de yeso. En el palacio del Norte, que se eleva junto al río y que tiene su propio embarcadero, se sospecha que pueda existir una red de túneles y compartimentos secretos.
A pesar de la magnificencia de sus palacios, jardines y mezquitas, Tikrit seguía teniendo ayer un aire de pueblo polvoriento donde los marines contaban indolentemente las horas que les quedan para cumplir su compromiso con el Ejército de EE.UU. y regresar a casa.