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Da toda la sensación de que tras doce años de alternancia en sus funciones, Vladimir Vladimirovich Putin nunca soltó verdaderamente las riendas de la “madre Rusia”. El hombre al que muchos consideran que hizo de ese país la potencia gasífera y petrolífera del siglo XXI, vuelve a la presidencia tras un período de cuatro años como primer ministro. En 2000 hizo historia al erigirse como segundo presidente electo democráticamente en Rusia, tras la desaparición de la Unión Soviética y la gestión de su antecesor y mentor político, Boris Yeltsin.

Con Putin en el poder Rusia atravesó un período de más de diez años de bonanza económica, que le imprimió a la antigua sociedad comunista una nueva faz occidentalizada de consumo masivo. Las comparaciones de la nueva Moscú de la era Putin con la glamorosa París se hicieron frecuentes. Gracias a las retenciones obtenidas por la exportación de gas y ayudado por el precio del crudo, su gobierno logró atemperar la crisis económico-social heredada tras la caída de la cortina de hierro, y así Rusia se convirtió en miembro del grupo de potencias emergentes Brics.

Con el correr de los primeros años de la década pasada, Putin cosechó un inesperado alto índice de popularidad en la opinión pública que no se veía en Rusia desde tiempos inmemoriales. En San Petersburgo, su ciudad natal, la rama local de su partido Rusia Unida encargó numerosos bustos de bronce de quien hoy es su hijo pródigo, para repartirlos por todo el país. Sin embargo, en los últimos meses su autoridad fue cuestionada por primera vez en multitudinarias protestas en su contra. Según dijo a este diario a comienzos de año el especialista en Rusia Jorge Saborido, se trata de una minoría ecléctica con distintas demandas e ideologías que no constituye un movimiento opositor consolidado. Al conocerse que quienes salían a las calles eran mayoritariamente miembros de la nueva clase media, Putin minimizó esas manifestaciones y dijo que habían sido posibles sólo gracias a los avances conseguidos durante su gestión.

El entonces candidato llegó incluso a ofrecer diálogo a este nuevo movimiento, siempre y cuando fuera capaz de presentar interlocutores válidos. Pero en la víspera de estas elecciones, Putin evidenció rasgos paranoides. Afirmó que sus opositores asesinarían a alguien para echarle el cadáver a él. “Con perdón del término, podrían aniquilar a una figura conocida y culpar a las autoridades”, dijo en un mitin partidario en Moscú. Putin controla la seguridad con una fuerza policial fiel a él, y que tuvo fuertes aumentos salariales recientes.

Sus detractores temen que su objetivo sea perpetuarse en el poder. “Se quedará por lo menos hasta 2030”, aseguró el político ultranacionalista Vladimir Yirinovski, uno de sus cuatro rivales relegados en las urnas. “Todos estos ocho años trabajé como esclavo de galeras, de la mañana a la noche”, dijo Putin en febrero de 2008, al sintetizar su gestión al frente del Kremlin, tres meses antes de entregar el cargo de jefe de Estado a su delfín Dmitri Medvedev. Ex agente de la KGB, deportista y cinturón negro de judo, el 31 de diciembre de 1999 el entonces presidente Yeltsin lo presentó al país y al mundo como su sucesor. Casado, con dos hijas y ultra celoso de su vida privada, la maquinaria oficial lo muestra como un “Hombre Marlboro” del Cáucaso. Sus fotos en los bosques a caballo con el torso desnudo y modernos anteojos de sol, practicando la pesca o la caza de osos, son habituales en las redacciones del mundo entero.

Esta vez, Putin se sometió al veredicto de las urnas sin una guerra en marcha, como ocurrió en 2000, con la de Chechenia, ni con los laureles frescos de vencedor del separatismo y adalid contra la desintegración del país, como sucediera en 2004. Con 59 años, se muestra dispuesto a asumir el mando con renovados bríos.

Informe: Juan Nicenboim