EL MUNDO • SUBNOTA
› Por Guido Croxatto *
La muerte de Chávez nos debe hacer pensar lo primero que él rompió: el silencio. Un silencio elevado como un muro que Chávez quebró siempre que pudo, dando voz a los que estaban callados. Por eso la gente sale a la calle a llorar. Porque Chávez les dio la palabra a los que no tenían palabra, condenados a la marginalidad. Esto no lo entienden los privilegiados de acá o de allá, que lo ven meramente como un “populista”, no lo ven porque para ellos el “no tener palabra” no es un problema, porque ellos todos los días son defendidos y representados –Merton–, son “reflejados” en todos los campos, no sólo el político, pero hay otros que no, están los otros que no existen, para el que sale a la calle llorando con una foto arrugada de Chávez en sus manos Chávez era la palabra, decía lo que muchos anhelaban.
El dolor merece respeto en una sociedad que se dice “democrática”. Claro que el que dice “despilfarró dinero” o “no sabía gobernar” no lo ve. Porque no entiende qué era Chávez para mucha gente: era la siempre negada posibilidad de la Palabra. La siempre negada posibilidad de un derecho. Tener derecho a existir. A tener voz. Pensamos que todo buen gobernante debe ser lo que cierto sector entiende que debe ser un “buen gobernante” (el mismo sector que silenció las atrocidades de la dictadura mientras habla en nombre del Estado de derecho), de este modo se releva lo poco “democrática” que es su visión de la “democracia”. Taparon el proceso en el país, y luego acusan a la democracia de ser una “dictadura”.) La inversión de las palabras no es inocente ni es casual: la muerte de Chávez es un dramático ejemplo. Chávez luchó contra la inversión de la palabra, una de las grandes maldiciones de América latina. Las venas abiertas de la riqueza son las venas abiertas de nuestra palabra, las inversiones y robos de la palabra prohibida. Donde Massera era un “profesional”. Donde Cristina es una “dictadora” y Videla un “señor”. La primera tarea del derecho es reconstruir el lenguaje. Recuperarlo.
Olvidamos con enorme facilidad. Autoritario es el silencio. El autoritario no pone palabra. Pone olvido. Desaparece. La palabra es la no desaparición. La palabra representa. Chávez puso la palabra, para poner derecho. Como primer paso para ver. Puso conciencia. Identidad. Ser. Puso Futuro. Autoritario es el que habla cuando se le dice y se le ordena que debe callar.
“Si yo me callo hablarían hasta las piedras”, le respondió Chávez al rey de España, que lo mandó silenciar, como tantas veces en la Historia con América latina, que fue silenciada y colonizada y callada por el poder. No casualmente dijo “no hay presente sin pasado”, el pasado importa. Explica lo que somos. Eso era lo que molestaba: que Chávez no callaba. Decía muchas cosas que muy pocos tienen el valor de decir. Demasiado pocos para este mundo repleto de injusticias, de abandonos, de bolsones de pobreza/indignidad que la civilización y el progreso no miran. No ven. No asumen. No tienen voz. Desaparecen. No salen en los diarios. Viven al margen del “crecimiento” y la “cultura”. Mientras el pobre se quede callado, el discursito del manual funciona. Cuando el pobre sale a la calle a reivindicar un derecho el discurso se desvanece. El pobre que habla es un pobre que comete un error ideológico, nos “desune” (se “rebela”, qué quiere, ¿derechos?), que es “división”. El pobre que habla por definición “nos divide”. El pobre por definición no habla. La palabra no es su terreno. Su tarea no es hablar: su tarea es ser pobre, para eso es pobre. Para estar callado. Por eso el derecho no lo alcanza: porque no existe. Nadie lo ve. El problema es que el pobre a veces comete un error: habla. Se pone de pie. De esos momentos pende la Historia.
Chávez dijo unas últimas palabras: “Por favor, no me dejen morir”. Son palabras emotivas. Podemos tomar esas últimas palabras y decir: no lo vamos a dejar morir. Usted deja un lenguaje. Muy pocos lograron eso en el tiempo del biopoder/biopolítica, el tiempo del derecho penal del enemigo, muy pocos tienen valor-palabra-para decir. Para levantar la voz. Pero hay algunos que siguen hablando, incluso después de asesinados. Hablan cada vez más fuerte. Con más claridad. Con más valentía. Argentina lo sabe: está empezando no ya a “juzgar”, sino a escuchar a esos silenciados que son los desaparecidos. Hay una segunda etapa después de los juicios (esa segunda etapa es la “justicia legítima”), y es aprender a escuchar lo que no podía ser escuchado. Lo que fue desaparecido para que nadie lo escuchara. Después del juicio viene la voz. Después de la justicia viene la palabra. Una voz está empezando a emerger del fondo del río. Poetas como Luis Elenzveig (abogado) que fueron asesinados, o como Pargaso Money, están refundando nuestro derecho. Ellos son el nuevo derecho. La justicia legítima trae una nueva palabra que el derecho, durante mucho tiempo, se resistía a oír. La palabra es esencial para verse. Para reconocer al otro. Para salvarlo.
Chávez era un orador. Un político en el sentido genuino de la palabra. Un líder. Sabía que sin política no hay palabra. Y que sin palabra no hay político. Chávez nos enseñó una nueva forma de pensar el Derecho. Si yo me callo se debe reformular ahora: si yo me callo se callan los que hablaban conmigo. Los que yo nombro, los que hablaban en mí, los que sólo yo decía quedarán callados. No permitan eso. “No me dejen morir.” Son los que salen a llorar. Porque saben que no murió Chávez, que lo que está en juego, la que puede morir ahora, es su palabra (por eso otros festejan: saben que ahora con la muerte sobreviene el “silencio” de los “negros”, el “clima de negocios”, la llamada “nueva era”, el “futuro”). Eso es lo que los venezolanos están evitando: que les impongan el silencio. Que les impongan la pobreza de la mano que no se ve. El silenciamiento. La miseria muda de la República que se acuerda de ellos como delincuentes. Pero nunca como personas.
Chávez no era autoritario. Chávez, como dijo Lula, era un luchador. Autoritario era Videla. Autoritario es lo que muchos llaman sus meros “excesos”. Eso es ser autoritario. Hablar de los “excesos” de la dictadura. No reconocer –seguir con la lógica de tapar– los más aberrantes crímenes. La exageración es la contracara de lo que se silencia. Lula dijo que Chávez era “demonizado”. Bourdieu iría más allá y diría que la acusación de autoritario a Chávez es la contracara cómica pero necesaria del silencio del verdadero autoritarismo, que la prensa jamás denuncia (si hubieran defendido a los desaparecidos con la mitad de pasión y urgencia con que defendieron a los supermercados, cuánto más digna sería nuestra palabra). Cortázar lo diría aún mejor en Años de Alambradas Culturales: diría que usan mal las palabras a propósito, para confundir. Porque su misión es el silencio. Divulgar el silencio. No la palabra. Mucho menos la verdad. Por eso borraron a los poetas (porque la palabra del poeta genera conciencia, la palabra del poeta genera derechos). Por eso Chávez era “autoritario”. Porque Chávez era palabra y les desnudaba su silencio revestido. Velado. Y mediocre. Porque dejaba en evidencia a los que malversan palabras. A los que olvidan que la palabra sólo tiene sentido cuando se dirige a otro silenciado, desaparecido (en eso la palabra es igual que la política). La palabra final es de Venezuela. Una mujer se tapaba la boca compungida y extendía un cartel en un balcón de Caracas: “Gracias por todo lo que nos enseñaste y nos diste”. “Coraje y amor.” Otra mujer, citada por el diario La Nación: “El hablaba mucho ¿sabe? Voy a extrañar su voz, sus canciones, sus chistes, sus palabras, como habla el pueblo”. Lula dijo que hacen falta muchos años para que aparezca un ser así. Es lo mismo que se dice de los poetas: los pueblos tardan mucho tiempo en hacer un poeta. Pero cuando lo hacen, su voz, la voz del pueblo, es inapelable. Ningún cáncer la mata.
* Asesor de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación.
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