Mié 13.03.2013

EL MUNDO • SUBNOTA

Inadmisibles desprolijidades periféricas

› Por Ricardo Aronskind *

Seamos realistas. ¿En qué mundo vivimos? ¿En uno en el que se extiende la democracia y la libertad, impulsada por un grupo de países civilizados que generosamente la difunden por el planeta, o en un mundo básicamente antidemocrático, cruzado por el rígido ejercicio del poder para mantener un orden basado en desigualdades de toda índole? La globalización, ¿es un festival de oportunidades simétricamente distribuidas o es el avance del capital del centro sobre los recursos materiales de la periferia?; las Naciones Unidas, ¿son un foro fraternal de naciones en pie de igualdad o un artefacto manipulado por un reducido grupo de países (en el que ni siquiera pudieron colarse India, Japón, Alemania y Brasil)?

Las corporaciones multinacionales, ¿son asépticas empresas obsesionadas por la “responsabilidad social empresaria” u organizaciones económico-políticas que inciden sobre la vida y la cultura globales, llevando hoy al planeta al peligro de una crisis ecológica sin precedentes?; el FMI, el Banco Mundial y la OMC, ¿son instituciones internacionales que velan por el bienestar económico universal o las que sostienen en el plano global los intereses de las potencias centrales y sus empresas? El Consenso de Washington, ¿fue promovido por una Asamblea Constituyente de pueblos latinoamericano, o por un selecto grupo de tecnócratas y policy makers en la capital de la potencia imperial? La OTAN, ¿es el brazo armado de la libertad contra el totalitarismo o el más poderoso instrumento militar de intervención global de un puñado de potencias occidentales? Pareciera necesario explicitar estas cuestiones básicas, características del funcionamiento del poder en nuestra época, para poner en contexto el proceso venezolano con sus grandezas y limitaciones. Venezuela, con Chávez, para cambiar la inercia de su historia, debió enfrentar esta estructura que sostiene el statu quo. Por si alguien no lo advirtió, la soberanía y el futuro de Sudamérica se encuentran con iguales desafíos y restricciones. El artículo “No estuvo bien” de Santiago O’Donnell comienza enfatizando el presunto ocultamiento del estado de salud del presidente Chávez y su posterior muerte, y termina denunciando la manipulación de la Constitución Bolivariana para entronizar a Nicolás Maduro. Pero también desliza afirmaciones como “ignoremos el fracaso económico de la Revolución Bolivariana (...), (ignoremos) la corrupción, (ignoremos) el odio hacia Estados Unidos cuando se le vende todo su petróleo (...), “ignoremos que no hubo dictador en el mundo que Chávez no haya abrazado”. Entendemos que el artículo vira, por el tinte de estas afirmaciones, al terreno del panfleto antichavista.

El fracaso económico de la Revolución no es tal, si se observa un conjunto importante de logros en materia de crecimiento económico, aun cuando enfrenta los problemas derivados de la estructura histórica de la economía venezolana, que el chavismo ha tratado –con distinta suerte– de transformar. Los intercambios comerciales y tecnológicos con Argentina y Brasil son una muestra del esfuerzo industrializador y por cambiar el perfil productivo. Los notables logros en materia distributiva que parecen para el autor no tener que ver con la “economía”.

La corrupción es todo un tópico de la derecha global: nos atosigan con “rankings” de corrupción en el Tercer Mundo con información producto de... empresas del Primer Mundo que corrompen a funcionarios periféricos. A diferencia de la impostura predominante, Silvio Berlusconi ha dicho recientemente: “El soborno es un fenómeno que existe y es inútil ignorar la realidad. Pagar un soborno en el exterior es una necesidad... (sin sobornar) no podremos competir”. Justificaba así sobornos pagados por empresas italianas en India, rematando con “...la India es un país fuera de la esfera occidental, son moralismos absurdos”. El corruptor italiano expresó una verdad universal del capital: son ellos quienes impulsan la corrupción en la periferia y son, por tanto, tan corruptos como los “negros” a quienes sobornan (y desprecian). Para no hablar de la infinita cantidad de pruebas de corrupción generalizada entre los “señores” del sistema financiero internacional, que manejan a la opinión “seria” en el mundo de los negocios. Chávez, en ese sentido, plantea problemas para el pensamiento político, en la medida que no esté plenamente colonizado: ¿qué es preferible, un régimen institucional modelo, fuertemente despersonalizado, como Suiza, o un régimen centrado en un “caudillo” como Chávez? Si se trata de un paraíso de la evasión impositiva mundial, meca de los fondos robados por los dictadores periféricos y pieza orgánica del parasitismo financiero global, no se “necesitan” liderazgos personales. Si, en cambio, se quiere acumular suficiente fuerza política como para transformar un país pobre, atrasado y con una burguesía sin proyecto alguno, las formas institucionales “normales” acuñadas por el “canon” occidental no alcanzan. Para un país pequeño, salirse del lugar asignado en la división internacional del trabajo requiere un enorme grado de movilización interna. Una parte mayoritaria de la sociedad venezolana encontró en Chávez un punto de encuentro y articulación para hacer el intento.

El “odio hacia Estados Unidos” no es patrimonio venezolano. Hay que ver las encuestas de opinión en Argentina en 2001-2002 en relación con la imagen de Washington luego de una década de relaciones carnales y sin ningún Chávez agitando a las masas. Si se ignora la historia de intervenciones y sometimientos por parte de Estados Unidos, no se puede entender nada y un actor como Chávez es reducido a un “tiranuelo exótico” con caprichos ideológicos, justamente como lo presenta el poder norteamericano. Pinochet, al ser fascista y neoliberal fue, al decir de Margaret Thatcher, un gentleman. Venezuela, por lo menos desde Chávez, ha intentado reducir su dependencia exportadora de Estados Unidos abriendo otros mercados. Cambiar una economía monoexportadora es sumamente arduo, más aún cuando el esfuerzo es boicoteado por las clases altas locales. No hay milagros en el corto plazo, pero sí orientaciones correctas. En cuanto a los dictadores: los países centrales pueden abrazar (y hasta entronizar) a todos los tiranos que hagan falta para garantizar sus intereses (¿alguien se acuerda de un tal Somoza?, ¿y de los abrazos de Sarkozy con Khadafi?), pero los periféricos tienen que ser pulcros abanderados de una democracia abstracta que sólo existe en los papers autocelebratorios de las universidades norteamericanas. Los países pobres, fallidos, populistas, no se deben apoyar mutuamente, ni hacer alianzas, ni fortalecerse: tienen que comparecer y expiar sus pecados congénitos ante el santo tribunal del Occidente civilizado y “democrático”. Leer historia reciente: hoy Irán tiene un régimen teocrático y retrógrado con un líder negacionista como Ahmadinejad, producto de una revolución islámica que volteó al dictador pro norteamericano Mohamed Reza Pahlevi. Este personaje fue instalado en el poder por Estados Unidos luego del derrocamiento, orquestado por la CIA, del gobierno democrático, laico y nacionalista de Mohamed Mossadegh. Si el único parámetro que se usa para evaluar un gobierno es la pureza institucional, todo debe ser puesto en cuestión. Sheldon Wolin, un importante politólogo norteamericano, en su obra Democracia S.A., sostiene que el sistema político estadounidense está gravemente manipulado por las corporaciones económicas, los intereses militares, los pastores electrónicos y los grandes medios de comunicación. Pero es justamente desde esa sociedad de donde se toma examen a los países que encaran transformaciones sociales. El economista de Cambridge Ha Joon Chang sostiene que los países desarrollados “patean la escalera” para que nuevas naciones no puedan hacer lo que ellos ya lograron, y continúen en el atraso. Esto lo consiguen bloqueando mediante mecanismos “institucionales” (FMI, OMC, BM), que los países periféricos adopten algunas de las estrategias que les permitirían progresar. En el terreno político no parece ser diferente: romper estructuras, cambiar instituciones, inventar, nos está prohibido. Salirse del libreto o del corsé ideológico establecido desde el centro, merece la reprobación, aunque seguir dentro del libreto, sólo permita reproducir el atraso. Con los criterios que subyacen a los actuales reclamos de prolijidad institucional que llegan como mantra desde el orden mundial, y son repetidos localmente, los colonos americanos que tiraron el té inglés al río en Boston merecerían la prisión por violar la sagrada legislación del imperio inglés. Cuando ellos hicieron la Revolución Francesa, o la Revolución Norteamericana, con todo el despliegue de rupturas y creaciones, era válido, porque ellos son excepcionales. Se entiende: nosotros somos otra cosa. Por lo tanto: ¡basta de sucias desprolijidades caribeñas!

* Economista, UNGS-UBA.

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