Lunes, 29 de julio de 2013 | Hoy
EL MUNDO › LA VIGILIA DE LA MISA DE CIERRE DE LAS JORNADAS DE LA JUVENTUD
Los peregrinos coparon la avenida Atlántica y hasta la playa durante la noche del sábado para esperar la ceremonia de ayer. Los indignados y el falso Jesús. Los jóvenes que no buscan novia. Bailes y guitarreadas.
Por Fernando Cibeira
Desde Río de Janeiro
Deben tener historias que contar las veredas con dibujo de mar de la avenida Atlántica de Copacabana, pero la de este sábado a la noche es nueva. Porque esos cientos de miles –¿millones?– de personas acostadas en bolsas de dormir, frazadas, cartones, nailons o directamente en el piso formaban una postal nunca vista y, habría que pensar, irrepetible. Jóvenes llegados de todo el mundo cumplieron con la premisa de realizar la vigilia previa a la misa de ayer y ocuparon toda la rambla del balneario carioca hasta el borde mismo del mar: o campamento mais grande do mundo.
Se quedaron allí luego de que finalizara la ceremonia del papa Francisco de la noche anterior. Hay que decir que, por una vez en la semana, el tiempo acompañó. No había viento y con algún abrigo, no era una mala noche para estar a la intemperie. Entonces algunos sacaron la vianda que llevaron preparada y quienes no fueron tan previsores colmaron los restaurantes y bares de la zona, que vendieron todo lo que tenían. Ante las críticas por los gastos que había demandado la organización de la Jornada Mundial de la Juventud, ayer un estudio realizado por la Universidad Federal Fluminense informó que el evento había inyectado 1800 millones de reales en la economía de Río, 17 veces más que la reciente Copa de Confederaciones. El sábado vendieron cuanto quisieron los solicitados locales del merchandising oficial de las jornadas papales y unos cuantos vendedores ambulantes de lo no tan oficial.
También hubo largas filas para los baños portátiles, insuficientes para la enorme cantidad de gente. Al rato, caminar por la zona de los servicios era una experiencia desaconsejable para los sentidos. Una vez cumplidas las necesidades, había que acomodarse en algún lugar. Estaba la vereda, la calle –en buena medida ocupada por toda la infraestructura de la Jornada como, por ejemplo, los escenarios utilizados durante el Vía Crucis del viernes– y la playa, en gran parte ya “loteada” por los ocupantes de la jornada anterior. Los que llegaron más tarde tuvieron que buscar sitio peligrosamente cerca la orilla.
“Nos dijeron que el agua sube hasta donde está ese palo”, explicaba Mario Pavez, 20 años, quien armaba barricadas de arena junto a otros de sus compañeros mendocinos mientras rezaban el rosario. En eso estaban cuando aparecieron unos brasileños en plan alegría, guitarra en mano. “A dormir, a dormir, aryentinos a dormir”, les cantaron. “Chicos, por favor, estamos rezando el rosario”, los cortaron. “Ah, disculpen”, dijeron decepcionados los brasileños, que se fueron con la serenata a otra parte. Eran 27 mendocinos que contaron que llegaron a Río después de cuatro días de micro, que se alojaron en una escuela que no tenía agua caliente, que la organización fue mala, pero que, como todos, dirán que “igual valió la pena”.
Más cerca de la calle, un grupo de peruanos amenizaba la espera mientras tocaban la guitarra y hacían unos pasitos de baile. En todos los grupos la identificación primaria siempre era la del país, luego en todo caso podía estar la de la parroquia y muy raramente la de una congregación. Los peruanos tenían plantada una bandera y también llevaban camisetas con la banda roja. Esperaban dormirse en un rato. “Somos 46 que venimos desde distintas partes de Perú: Lima, Callao, Arequipa. Hicimos muchos sacrificios para estar acá, es muy importante para nosotros. El Papa es muy bueno, aunque casi no pudimos verlo por la cantidad de gente”, explicaba Andrés.
Un grupo de indignados arrancó a eso de las 23 una protesta enfrente del Copacabana Palace. Eran algunos cientos, tal vez mil, en todo caso ínfima minoría allí, pero no parecían intimidados. Iban con algún tambor, había pancartas “a favor de un Brasil laico, fuera teócratas”, también en contra del gobernador Sergio Cabral, el más apuntado en las protestas. Previsiblemente, recibieron enseguida como respuesta un abrumador “Esta es/ la juventud del Papa”, el estribillo más repetido en la Jornada. Los indignados respondieron con algunos gestos. Uno de ellos, con el torso desnudo, barba y pelo largo, subió a uno de los escenarios del Vía Crucis y exhibió a los saltos una pancarta que no llegaba a leerse. “El es Jesús, él es Jesús”, fue el cantito burlón de sus colegas. Lo fue a buscar un encargado de seguridad que hizo chasquear una picanita eléctrica antidisturbios. La amenaza generó la reacción de los indignados, que empezaron a tirar cosas, y el guardia optó por irse haciendo gestos de desagrado. El falso Jesús descendió de las alturas y luego de algunos minutos de tensión los ánimos se apaciguaron. Los indignados siguieron dando vueltas por la zona con intenciones de armar barullo, pero no consiguieron mucho.
El bar Dolce Vita lucía repleto. Turistas solitarios, bebida en mano, paseaban su mirada de tiburón por las mesas. Por allí deambulaban algunas garotas en calzas y minifalda, una isla de la tradicional Copacabana de un sábado por la noche en medio del mar de peregrinos que circulaban sin sueño ni rumbo fijo. Algunos se acercaban a ver el monumental escenario desde donde Francisco encabezó las ceremonias, intuyendo que al otro día la misa la verían muy lejos.
Los barrenderos de Río trabajaron toda la noche tratando de mantener la avenida en condiciones. También hubo un fuerte operativo de seguridad, con efectivos militares y servicio médico permanente. A veces, los que estaban acostados en la calle tenían que correrse para que la ambulancia pudiera pasar. Unos chicos rosarinos que viajaron por un centro del Opus Dei habían conseguido un buen lugar en la playa. Habían estado parando en un instituto para ciegos junto a otros 500 jóvenes de diversas partes del mundo. Todavía recordaban las horas que debieron que pasar bajo la lluvia para ver al Papa en el encuentro con argentinos en la Catedral y la proeza del benjamín del grupo, Matías Agüero, de 17 años, que pudo tocar a Francisco. “¿Y en estas reuniones se consigue novia?”, quiso saber este diario. Tal vez preguntar si habían estado en Marte habría sido recibido con más naturalidad. “No, la verdad que no vinimos pensando en eso”, respondieron.
La actitud para afrontar la noche dependía un poco también de la edad. Un grupo de españoles de Sevilla, más grandes –promediaban la veintena–, se acomodaba alrededor de uno de los paradores de playa, que ya casi no tenían comida pero por suerte sí bebida, a 6 reales la caipirinha. “No sé si podremos dormir, hay que ver qué efecto nos produce la segunda copa: o alegría o sueño”, filosofaba Alvaro, acodado al mostrador, al lado de una pila de cocos. Los ritmos de las músicas que se tocaban en los diferentes grupos se mezclaba con la suave melodía de la orquesta que actuaba sobre el escenario, unos cientos de metros más allá. En el medio, la imagen de miles de personas acostadas tenía algo de espectral –¿un campo de refugiados?, ¿víctimas de un bombardeo?–, una noche que Copacabana probablemente no repetirá.
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