Mié 11.09.2013

EL MUNDO • SUBNOTA  › EL RECUERDO DESDE BUENOS AIRES

El nombre

Todas y todos aquellos muchachas y muchachos que me abrieron paso aquella tarde clamaban por Salvador Allende.

› Por Eva Giberti

La gente se agolpaba en las calles del centro. Salvador Allende acababa de caer y su suicidio anunciaba una era de horrores, violaciones de derechos y paisajes amurallados en los centros de detención. Era muy difícil acercarse a la avenida Entre Ríos y yo tenía que llegar a Combate de los Pozos. Me habían citado porque el Comando de Sanidad que un grupo del ERP había copado dos días antes estaba a cargo de un capitán que tenía algo que informarme. Mi hijo, partícipe del copamiento, figuraba como desaparecido. Yo sabía que era una mentira: había visto en televisión cómo en el momento de subir en el vehículo donde se lo llevaban se daba vuelta buscando la cámara de tevé para evidenciar que lo detenían vivo y entero. No podía estar repentinamente desaparecido.

El automóvil que me conducía a Combate de los Pozos no podía abrirse paso en una contramano de Callao. Las manifestaciones juveniles al grito de “¡Allende compañero!” ocupaban las dos manos. Eran estudiantes y miembros de aquella denominada gloriosa JP formada por chicas y muchachos que ostentaban una causa por la que se habrían de jugar la vida. Militantes de su causa, habitantes de terrenos donde se tocaba el timbre casa por casa para explicar qué significaba la revolución social y los derechos de los trabajadores. Eran los que se habían ido a trabajar a las fábricas para militar. Los que fueron desaparecidos porque no tenían buenos modales para reclamar por la justicia social. Los que luego tropezaron con las armas que nunca debieron empuñar. Pero entonces no lo sabían.

El auto no lograba avanzar. Se acercaba la hora de mi cita con ese capitán Bilbao que habría de decirme: “Le informo que su hijo será fusilado”. Yo no lo sabía. Sólo estaba claro que debía acercarme al Comando de Sanidad en Combate de los Pozos. Y la gente bloqueaba la avenida. Decidí: Saqué la cabeza por la ventanilla y les grité: “¡Soy la madre de Hernán y tengo que llegar al Comando de Sanidad! ¡Abran paso!”.

Yo no sabía si el nombre de mi hijo les diría algo. Les dijo. Corrieron la voz entre el apretujamiento de las banderas y la gritería: “¡Es la madre del Flaco... Abranse... Dejen paso...!”. Paulatinamente el taxi empezó a avanzar mientras yo me movía entre grupos juveniles que aplaudían y despejaban el camino.

A esa altura de mi vida profesional estaba habituada a los aplausos, al aplaudir del público después de una conferencia y al salir de un claustro universitario rodeada por los asistentes que solicitaba entrevistas. Pero con mi nombre y por mis dichos. En esta oportunidad, era la madre de alguien, identificada por la filiación, ausente la identidad profesional.

Recorrí aquellas calles hasta la avenida donde todo se aliviaba porque las manifestaciones doblaban con otro rumbo. Seguí hasta Combate de los Pozos y allí fue otra la historia. No viene al caso.

Un momento, una instancia, un acontecer casual, la decisión de los otros nos atraviesa la vida. Desde ese entonces conocí la diferencia entre ser una misma y ser la madre de alguien que reconstruye nuestra propia identidad mediante el nombre de quien se supone haber sido filiado por la biología, el apellido y la descendencia. Los hijos pueden ser quienes crean el lugar de un nombre asociado a una historia distante del origen familiar para convertirse en el nombre sociopolítico que genera memorias y compromisos.

Todas y todos aquellos muchachas y muchachos que me abrieron paso aquella tarde clamaban por Salvador Allende. Fueron el Coro de las tragedias griegas que anticipaban la tragedia. Que cantaban presagiando la profanación de la vida que primero Chile y luego nosotros habríamos de transitar. En las efemérides de aquel final del presidente chileno, con nuestras calles abarrotadas con consignas y con las alamedas chilenas en llanto, la memoria asociada a los tiempos venideros, placientes y esperanzados para nuestra América, la minúscula anécdota de un taxi embretado entre la multitud es un homenaje a un luchador llamado Salvador Allende.

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