EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Mario Toer *
Hace casi 43 años fui a Chile a la asunción de Salvador Allende representando a la FUA. Iba por tres días y el allanamiento de mi casa hizo que me quedara tres años. Fueron los años más intensos que he vivido. Lo terrible del final no alcanzó a opacar las inmensas alegrías por las esperanzas compartidas y la generosidad enorme de un pueblo y sus gobernantes. Durante todo este tiempo hemos buscado explicaciones. Al principio fueron parciales y hasta erradas. Creíamos o quizá sobreestimamos la responsabilidad del gobierno por no haber previsto y anticipado la asonada reaccionaria. A la distancia pienso que nada de lo que hubiese sido hecho hubiese sido suficiente. La fantasía de haber establecido una línea de resistencia, a la manera de la República Española, se desplomó como castillo de naipes. En cualquier caso el final no hubiera variado y los caídos hubiesen sido muchos más. Por cierto que el pacífico pueblo chileno no hubiese hecho suya ninguna convocatoria a una insurrección preventiva y los golpistas actuaron con suma inteligencia al generar en las vísperas expectativas en una posible distensión gestionada por el arzobispo Silva Enriquez, con la mejor buena voluntad, mediando ante los jefes de la democracia cristiana. El error venía de antes. Pasaron casi 30 años hasta que Tomás Moulian, en su libro Chile actual, instalara con notable elocuencia los términos de la paradoja que maniatara al gobierno de la Unidad Popular: se carecía de la fuerza para convocar a una revolución y al mismo tiempo de la plasticidad para encarar alianzas que hicieran posible una política de reformas consistentes y perdurables. Se declamaba la inminencia de un socialismo que no tenía cómo sustentarse y se ahuyentaba a quienes podían compartir transformaciones de atendible envergadura. De hecho el gobierno de Eduardo Frei las había insinuado y el candidato democristiano Tomic las había considerado y prometido. Y en esto las responsabilidades no fueron las mismas. Salvador Allende y el Partido Comunista lo habían propiciado. El veto provenía del Partido Socialista, liderado por el rival del presidente, Carlos Altamirano. En este partido prevalecía un abigarrado izquierdismo, nutrido por una corriente de raíz trotskista que había estado presente como afluente desde su formación en los años ’30 y por un multiforme presunto guevarismo, que contaba con ascendencia por esos tiempos. El resultado era la consabida parálisis y la consiguiente confusión que El Mercurio y su cadena no cesaban de resaltar. Como pocas veces, aquella experiencia ponía de manifiesto un rasgo persistente en el pensamiento de izquierda, el de confundir los deseos con los hechos reales, el de presumir que los pueblos están compuestos siempre por famélicos obreros de la fábrica Putilov armados hasta los dientes o por campesinos dispuestos a levantarse ante el primer llamamiento. Los sentimientos y la índole de las demandas de nuestros pueblos reales suelen ser considerados meros accidentes que pronto habrán de rectificarse al descubrir la bondad de nuestras propuestas. Aunque sea de manera atemperada, pocos nos podemos considerar ajenos a este síndrome, más acorde con el mesianismo religioso que con la herencia del autor de El Capital. Hoy en nuestro continente los pueblos expresaron su hartazgo ante el rigor neoliberal y en distintos casos han encontrado liderazgos para explorar un nuevo camino. La experiencia chilena de los ’70 parece haberse asimilado, pero nunca está de más recordar aquellos acontecimientos. Está visto que cuando no se aprende de las demandas populares se erra el camino. Mandar obedeciendo lo ha llamado más de una vez Evo Morales. Escuchar lo que demanda la calle, ha prometido Dilma Rousseff. Aunque entre nosotros también nos cueste, a veces, desprendernos del subjetivismo, también hemos escuchado los requerimientos populares. Porque aunque nos disguste, si no es así, lo buscarán en otro lado. Alvaro García Linera lo suele referir muy bien. Quienes han debido ponerse a la cabeza en algún momento, que no piensen que están allí para conducir al pueblo a algún destino manifiesto. A lo sumo se trata de articular una confluencia para facilitar o potenciar una marcha por las alamedas que los pueblos quieren transitar. Así lo entendía Salvador Allende, cuya disposición fue siempre servir al pueblo.
* Profesor titular de Política Latinoamericana, UBA.
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