EL MUNDO • SUBNOTA › OPINIóN
› Por Immanuel Wallerstein *
La atención mundial al creciente empuje de las fuerzas conducidas por el Estado Islámico en Irak y el Levante (EIIL) ha desplegado un enorme debate acerca de lo que debería hacerse, por todos los actores ajenos al EIIL, para contener lo que ampliamente se percibe como un movimiento muy peligroso. Sin embargo, en algún punto la expansión del grupo alcanzará sus límites, e Irak y la región se asentarán mediante un arreglo de facto y la fijación de fronteras. Podríamos pensar que éste es el escenario de mediano plazo.
Los actores mundiales solamente pueden decidir –y promover– una de dos alternativas para el escenario de mediano plazo en Irak: ambas compiten realmente y, de hecho, son muy diferentes. Una es la partición de Irak en tres Estados étnicos autónomos (por lo menos de facto, tal vez en lo formal). La otra es un Estado iraquí reunificado e incluyente, basado en el nacionalismo iraquí. Estas alternativas, en tanto se discuten abiertamente, por lo común se presentan como debate analítico. De hecho entrañan un debate político.
La partición de Irak en tres Estados étnicos –sunnita, chiíta y kurdo– se ha discutido y promovido mucho tiempo antes de que el EIIL apareciera en escena como movimiento agresivo. Es común que el argumento básico insista en la existencia de inherentes hostilidades étnicas presentes hace mucho en Irak, lo que se combina con una concentración geográfica de los tres grupos étnicos mayoritarios. Los proponentes tienden a decir que las hostilidades étnicas son interminables y que la única manera en que se restaurará la estabilidad en Irak es reconociendo esta realidad.
Existen problemas con esta argumentación. El primero es que las llamadas hostilidades inherentes hace mucho que han sido compatibles con las prácticas contrarias, tales como el matrimonio mixto entre los grupos y la cohabitación pacífica en muchas áreas, especialmente en las zonas urbanas. La concentración etnogeográfica histórica se ha magnificado y consagrado en los últimos 10 años, debido a las cuantiosas purgas étnicas, lo cual es una consecuencia –más que la causa– del intenso conflicto actual.
El segundo problema es que la partición no creará Estados étnicos homogéneos, dado que permanecerán minorías étnicas en los tres nuevos Estados. Hablo aquí no sólo de las personas sobrevivientes no purgadas de cada uno de los principales grupos étnicos sino, por supuesto, también de grupos étnicos más pequeños, tales como los cristianos, los turcos, los shabak (o kurdos chiítas) y los agnósticos religiosos (inconfesados). La homogeneidad étnica es un objetivo irrealizable en cualquier parte.
Para constatar la realidad de esto basta con echar una mirada a Yugoslavia, donde el concepto de separación de un Estado unificado en sus componentes étnicos se puso en práctica (con las serias y continuadas consecuencias que ya conocemos). El ejemplo yugoslavo subraya el tercero y más convincente argumento en contra de esta alternativa de escenario. Antes de la partición, Yugoslavia era un importante actor geopolítico con una fuerte economía. Ya no lo es más. Después de la partición, ¿habremos de decir de Irak que alguna vez fue un importante actor geopolítico, con una fuerte economía, pero que ya no lo es más?
Si pasamos a la otra alternativa de escenario su mérito es evitar, precisamente, las trampas del primero. Pero, ¿sobre qué base sería posible construir tal escenario? Obviamente sólo una: la oposición al papel imperialista de Estados Unidos (y del mundo occidental en general) en Irak. Esto es exactamente el porqué algunos grupos la favorecen con fuerza y otros se oponen a ella también con fuerza.
Dentro del Irak de hoy este resultado es impulsado únicamente por un importante actor iraquí: los sadristas. Muqtada al Sadr encabeza un movimiento chiíta que tiene fuerza tanto política como militar y que fuera severamente perseguido bajo el régimen de Saddam Hussein. Sin embargo, desde el principio, él dijo que desea trabajar con los movimientos sunnitas serios –aquellos localizados entre las tribus (sheikdoms), aquellos intelectuales urbanos y profesionales, inclusive ex baathistas– y con los movimientos kurdos principales. Su única condición es que colectivamente se opongan a cualquier papel ulterior de Estados Unidos en Irak.
Hay muchas preguntas abiertas en el muy corto plazo. Una es qué tan lejos está dispuesto Washington a ir para frustrar el escenario sadrista y qué capacidad tiene para detener a Al Sadr. La segunda es qué tan preparado está Irán para sancionar la dilución de un gobierno puramente chiíta en Irak en aras de uno antiimperialista, pero multiétnico. La tercera es quién asumirá el papel de campeón de los grupos sunnitas ajenos al EIIL en Irak. Si Estados Unidos parece intentar jugar ese papel, haciendo un trato con Irán, ¿no querría Arabia Saudita jugar dicho papel y así permanecer como actor geopolítico importante en la región? La cuarta es cómo puede Turquía extraerse de la pesadilla del EIIL (que por lo menos en parte ayudó a crear). Y, por supuesto, en cualquier escenario que resulte, la alternativa escogida tendrá grandes implicaciones para Siria y Líbano (y para Palestina).
* De La Jornada de México. Especial para Página/12.
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