EL MUNDO • SUBNOTA
› Por Washington Uranga
“Luego de la muerte de monseñor Romero vi carros con stickers que decían ‘Haga patria, mate un cura’”, recordó en una entrevista realizada esta semana el obispo salvadoreño Gregorio Rosa Chávez, uno de los principales impulsores de la causa de canonización del obispo mártir salvadoreño. De esta manera el obispo dio una pauta del clima que se vivía en El Salvador en los tiempos en que Oscar Romero fue asesinado. Pocos días antes del homicidio, un diario local había titulado “Monseñor Romero vende su alma al diablo”.
Rosa Chávez, obispo auxiliar de San Salvador y quien fuera colaborador directo de Romero mientras vivió, ha sido un permanente impulsor del reconocimiento de la muerte martirial del obispo salvadoreño. El obispo sostuvo que “la Iglesia no tiene rencor ni odio”, pero nunca ha dejado de reclamar verdad sobre lo sucedido, buscando transparentar los móviles del crimen. “Simplemente porque la verdad es muy importante para el futuro de la nación”, asegura el prelado.
El homicidio del obispo Romero, según se conoció con posterioridad, ocurrió en el marco de un llamado Plan Piña, ideado por los militares salvadoreños y cuyo único propósito era eliminar al arzobispo.
En declaraciones a Radio Nacional de El Salvador, Rosa Chávez afirmó que “un mártir es asesinado por personas que no son cristianas”, pero “en este caso, los asesinos son gente bautizada, gente que se supone que reza y va a misa”. Poco tiempo antes había dicho que “los más declarados adversarios de la canonización de monseñor Romero son los mismos que lo hostigaron en vida, que le escribían cartas anónimas acusándolo de ser comunista, y que por desgracia continúan hostigándolo incluso ahora”.
Pero también la estructura eclesiástica estuvo en contra de Romero. La Congregación para los Obispos del Vaticano, entonces encabezada por el cardenal italiano Sebastiano Baggio, estuvo cerca de destituirlo. A sus amigos, Romero les confió la decepción que tuvo en un encuentro con Juan Pablo II en 1977: estaba convencido de que el Papa no entendía la gravedad de lo que estaba ocurriendo en su país. El posterior viaje de Juan Pablo II a El Salvador, en 1983, cuando Romero ya estaba muerto, sirvió para que el papa polaco comenzara a cambiar su mirada sobre el obispo asesinado. En esa ocasión, Karol Wojtyla se refirió a Romero como el “celoso pastor que dio la vida por su pueblo”. Pero tuvo que transcurrir hasta el año 2000 para que la Iglesia reconociera, por primera vez, a Romero como “testigo de la fe”.
Pasaron treinta años antes de que se confirmara que quien apretó el gatillo del arma que asesinó a Romero fue el subsargento Marino Samayor Acosta, francotirador experto, perteneciente a la sección II de la Guardia Nacional, integrante de la custodia presidencial. La orden fue dada por el mayor Roberto d’Aubuisson, autor intelectual del crimen, y por el coronel Arturo Armando Molina. D’Aubuisson fue el creador de los “escuadrones de la muerte” en El Salvador y también fundador del derechista partido Arena.
El asesinato fue ejecutado con un fusil con mira telescópica, de alta precisión, calibre 22, propiedad de capitán Eduardo Avila Avila. El arma había sido probada antes en distintas fechas en la finca San Luis, en Santa Tecla.
En el curso de la investigación por el asesinato fue hallada también la agenda del capitán Alvaro Saravia, uno de los implicados. Allí hay una descripción del llamado Plan Piña donde se deja constancia de los diálogos mantenidos sobre el tema con empresarios que habían dado su apoyo a la iniciativa, facilitaron infraestructura y recursos para la operación. Por su “trabajo” Samayor Acosta recibió como pago mil colones (aproximadamente 114 dólares estadounidenses).
Al sepelio de Romero, el 30 de marzo, asistieron aproximadamente 50 mil personas en la plaza central de la capital salvadoreña, frente al Palacio Nacional, sede del gobierno. Pero hubo un solo obispo: quien luego sería su sucesor, Arturo Rivera Damas. Cuando se estaba en plena misa, desde una de las ventanas de edificio gubernamental se lanzó una bomba de humo sobre la multitud seguida de disparos de francotiradores. El saldo fue de 35 muertos y 185 heridos graves.
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