Martes, 23 de junio de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Eric Nepomuceno
El censo indica que existen unos 23 millones de brasileños cuya edad se sitúa entre los 15 y los 18 años. Es decir: un 10 por ciento de la población total. De esos 23 millones, unos 23 mil se encuentran recluidos en “unidades socioeducativas”, o sea, centros de supuesta recuperación, luego de haber cometido delitos de toda gama. Eso corresponde a 0,01 por ciento del total de adolescentes brasileños. Un porcentaje ínfimo.
El número no significa, desde luego, que todos los que cometieron crímenes y delitos se encuentran recluidos. Al contrario: la mayoría está libre. Son cotidianos los casos de menores de edad que cometen delitos de variada gravedad, son llevados a los tribunales especializados y luego de un par de horas vuelven a la calle.
El Estatuto del Niño y del Adolescente que está en vigor en Brasil es considerado por juristas de las más diversas tendencias como positivo. A partir de los 12 años, cualquiera que infrinja la ley puede ser responsabilizado. Al Estado corresponderá darles el apoyo y los medios para que se recuperen y vuelvan a integrarse a la sociedad.
Y es en ese punto que empiezan los problemas: la ineficacia de la acción de la Justicia y, muy especialmente, las condiciones en que los jóvenes delincuentes enfrentan en los centros de reclusión. ¿De qué sirve endurecer la ley, si la Justicia no cumple lo que le corresponde?
En las “unidades socioeducativas” los niños y jóvenes padecen de violencia de todo tipo. Son centros de reclusión donde conviven adolescentes de 13 años cuyo delito ha sido robar una cartera con otros, de 17, que cometieron agresiones violentas, pertenecen a bandas del narcotráfico o cometieron estupros. Las rebeliones son frecuentes y el castigo físico de parte de vigilantes, carceleros e instructores, pese a ser rigurosamente prohibido por ley, es parte imprescindible del cotidiano.
Disminuir la edad de imputabilidad de los menores delincuentes, en opinión inmensamente mayoritaria de juristas, es una manera de contemplar no sólo el conservadurismo de una sociedad poco dispuesta al debate del tema, como de reforzar la ausencia del Estado en el trato de los adolescentes y jóvenes de las amplias camadas menos favorecidas –para no decir directamente abandonadas– de la sociedad.
En Brasil, un adolescente –principalmente un adolescente pobre– no cuenta con educación, con asistencia médica, con acceso al entretenimiento y a la cultura, al deporte, a nada que lo ayude a prepararse para el futuro.
Y ahora, en vez de suplir esas fallas inadmisibles del Estado, lo que se propone es un Estado punitivo, que criminalice a las víctimas de ese abandono. Más que prevenir, punir.
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