EL MUNDO
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Aznar, el pescador
› Por Susana Viau
“Vine porque es mi tierra. ¿Pero sabe una cosa? Yo creo que la culpa la tiene Aznar por haberse puesto al lado de Bush, por la guerra. No fue la ETA, es muy grande para que sea la ETA. Después de todo, ellos son españoles”, dijo el hombre de aspecto humilde y acento español que asistía desde las primeras filas al acto de repudio de Buenos Aires. El hombre erraba en un detalle: ETA no es, no se siente, española. Alimenta un odio quintaesenciado hacia lo que venga del Estado y el Estado es Madrid: ni Cataluña ni Galicia, que son pueblos con sus propias lenguas, identidades y atisbos independentistas; ni Andalucía ni Extremadura, pobres, productoras de inmigrantes, “maquetos” de los barrios de Rentería o del Trintxerpe. El Estado, para ETA, es Madrid. Sin embargo, gracias a su instinto y a la información sorprendentemente fiel de la prensa argentina, el hombre acertaba en lo importante: la voladura de los trenes es una factura que Aznar y el PP deben y no quieren pagar este fin de semana.
Por eso el pequeño inquilino de La Moncloa marea la perdiz, siembra la ambigüedad con “las dos vías de investigación”; por eso ha depositado en un segundón, Rodrigo Ratto, otro que como él se va del gobierno, la carga de sostener con absoluta seguridad que detrás de lo de Atocha, de lo de Santa Eugenia y de El Pozo del Tío Raimundo estuvo ETA. A esa hipótesis le falla un dato básico: ETA avisa. Avisó hace más de dos décadas que había puesto una bomba en los lockers de Atocha y avisó años después que había explosivos en el parking del Hipercor, en Barcelona. ETA avisa. Y no sólo alerta: ella, como todas las organizaciones de su tipo, asume sus actos, “firma” sus operaciones. No importa lo antipopulares o brutales que sean. Si son buenas para ETA alcanza y sobra.
El jueves negro de Madrid, voceros de Herri Batasuna –hasta la ilegalización, el otro yo parlamentario de ETA– afirmaron que la masacre no era de la matriz de la organización abertzale. Poco más tarde, mediante un comunicado, un grupo islámico radical se adjudicó la autoría. Por fin, con una llamada a un periódico vasco ETA negó su vinculación con los hechos. Cualquiera hubiera dicho que el origen del atentado estaba esclarecido. Sin embargo, el gobierno de Aznar descalificó a Batasuna, le bajó el perfil al comunicado árabe y dijo descreer de la negativa etarra. Los populares habían tomado la iniciativa y elegían culpable. La prensa oficial demoró en contar, el viernes, lo que aquí, en el culo del mundo, se supo de inmediato: que Londres y Nueva York estaban en alerta máxima. Y no era por ETA. La oposición observó petrificada cómo en ese río revuelto, revuelto de sangre, ganaba el pescador Aznar. Había suspendido la campaña electoral pero estiraba las definiciones en procura de que la descomunal manifestación de repudio, realizada bajo el signo del dolor y de la confusión alentada por el PP (si hasta su embajador en Argentina se ha jugado por la “hipótesis ETA”), se constituyera en su gran acto de cierre.
Todo es una pena: una pena que el escenario vuelva a ser Atocha (también ahí los padres de los Aznar, los Rajoy y las Palacio –Loyola y Ana, Ana, tan parecida en su acritud y su soberbia a María Julia– masacraron a cinco abogados laboralistas); una pena que estas mochilas llenas de plástico hayan castigado una zona de gente castigada, El Pozo del Tío Raimundo, muy pegadito a Vallecas, barriada de pobres, desocupados, obreros y gitanos; una pena que ellos y sus hijos hayan puesto la carne para el banquete de la venganza; una pena si en la calesita del domingo termina sacando la sortija el que tiró la primera piedra.
Nota madre
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