EL MUNDO
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“Marina” boliviana
Por M. D.
Cuenta la historia que la Armada Boliviana cerró sus puertos y cuarteles después de la derrota de 1879. Y que fue en 1963 cuando el presidente Paz Estenssoro decidió dar un nuevo impulso a sus marinos, aunque más no fuera en las extensas y heladas aguas del lago Titicaca. “El mar es un derecho, recuperarlo es un deber”, reza la frase de cabecera de estos marinos mediterráneos que la revista chilena Surcos, de la Fundación Síntesis, supo retratar en su número 2, en una nota escrita por Sergio Vilela, periodista peruano. Para un chileno tomar los testimonios que recogió Vilela hubiera sido imposible: “Odiamos a los chilenos”, fue la franca declaración de un capitán de apellido Rodríguez. Sin embargo, en la misma nota se puede leer la descripción del jefe del Estado Mayor de la Armada, capitán Fernández: “Quien escoge ser marino boliviano es porque tiene, en cierto sentido, alma de sacerdote”. ¿Hace falta más para retratar la devoción que despierta el mar?
Aníbal tiene 20 años y viste su uniforme de marino en el aeropuerto de El Alto. El apellido se lo reserva pero, con su nombre de pila, se anima a decir que votó afirmativamente a la pregunta 4 del referéndum que habilitaba al presidente Mesa a utilizar el gas como herramienta de negociación para conseguir una salida soberana al mar. “Es una estrategia, porque una vez que tengamos el mar, bien podemos quedarnos con el gas”, dice Aníbal con envidiable ingenuidad. Pero este hombre de mar no está solo. En el altiplano, donde la brisa marina podría ser también tormentas meteóricas o soplidos extraterrestres, en el pueblo de Ayo Ayo, Quispe Morales, profesor jubilado, está seguro de que “algún día los hijos bolivianos de nuestro mar cautivo volveremos a pasear por las playas igual que lo hicieron nuestros antepasados”. El nunca ha visitado ese infinito azul en permanente movimiento, pero dice que ha soñado con él, con unas vacaciones en las que la tierra del desierto no seque los pulmones y en las que no haga falta cambiar la moneda para comprar helados de canela –típicos de Bolivia– para complacer a las guaguas de su hija. El sueña con las playas doradas de las costas de Arica, donde alguna vez flameó la bandera tricolor de un país que se siente amputado sin su puerto; las mismas en donde cada verano descansan quienes se reparten la mayor parte de la torta de ingresos bolivianos sin pensar en cuestiones de soberanía. Porque si hay algo capaz de borrar fronteras, eso, en este siglo, es el dinero.
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